El espíritu democrático de la Guerra Necesaria de José Martí
En la mañana del 24 de Febrero de 1895, «con la mayor simultaneidad posible» --según lo ordenado por el Delegado del PRC, José Martí--, estallaba en Cuba una nueva etapa de lucha, continuidad histórica de la iniciada por Carlos Manuel de Céspedes el 10 de Octubre de 1868 en el ingenio La Demajagua.
Conocida en nuestra historiografía como la Revolución del 95 o Guerra Necesaria --denominada así por el propio Martí--, la gesta llevaba desde sus cimientos las ideas democráticas y republicanas que el Maestro había inculcado durante más de 15 años de incesante prédica revolucionaria.
Atrás quedaban los errores y disensiones de la Guerra de los Diez Años, que condujeron a la bochornosa paz sin independencia del Zanjón: «Porque nuestra espada no nos la quitó nadie de la mano, sino que la dejamos caer nosotros mismos.»1
Se había edificado con el esfuerzo de muchos una obra de infinito amor y sacrificio, que llevaba en sí misma los gérmenes de la República con todos y para el bien de todos, diseñada por el Apóstol, cuya ley primera proclamaba «el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre».2
No resultó tarea fácil fraguar la unidad y sustentarla sobre bases democráticas, pues los prejuicios y resquemores pesaban mucho en hombres que, como Máximo Gómez y Antonio Maceo, los habían sufrido en carne propia.
Hubo que pasar por una década de dura escuela desde la separación de Martí, en 1884, del plan independentista Gómez-Maceo, para que, con el estallido del 24 Febrero, cobraran vigencia sus postulados: «Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento»3 y «La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia.»4 Fue necesario fundir en el crisol de esa unidad a los «pinos nuevos con los viejos», constituir un partido sui géneris para la independencia de la sufrida Cuba, y hacer resurgir de las cenizas, cual ave fénix, el principio de que la patria es ara y no pedestal.
Sólo un genio político como José Martí, nutrido de lo mejor del pensamiento universal de su época, podía llevar adelante esta sobrehumana obra.
No sería la del 1895 una «guerra contra el español, ni del desorden; ni de la tiranía»5, sino «un procedimiento político, la forma más bella y respetable del sacrificio humano».6
Sacrificio por el que Martí lo apostó todo, desde la separación definitiva de su «Ismaelillo del alma» hasta su propia vida, pues con el grado de Mayor General del Ejército Libertador caería en combate el 19 de mayo de 1895.
Antes había dejado sentado un pensamiento que cobraría vida en la Asamblea de Jimaguayú: «el Ejército, libre, --y el país, como país y con toda su dignidad representado».7
El héroe de Dos Ríos, en su carta del 25 de marzo de 1895 a Federico Henríquez y Carvajal, considerada su testamento político, enfatizaba en la necesidad de «dar respeto y sentido humano y amable al sacrificio; [...] hacer viable, e inexpugnable la guerra».8
Con la desaparición física de José Martí, el ideal democrático de República tremolado en los campos cubanos el 24 de Febrero de 1895, se esfumaría. La verdadera Revolución no se haría en la manigua ni después; sería frustrada por la intervención militar norteamericana.
Cuba y las Antillas no fueron libres. Tampoco se pudo salvar, como él quería, la independencia de Hispanoamérica y el honor dudoso y lastimado de la América inglesa. Mucho menos, acelerar y fijar el equilibrio del mundo.
Hubo que esperar al 1o. de Enero de 1959 para asegurar la plena igualdad y soberanía de la Patria, y que los postulados martianos de democracia y justicia social se vieran cumplidos.
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