El framboyán amarillo
José Antonio Fulgueiras Dominguez
En Chinchila, un lugar al decir de los guajiros donde el diablo dio tres voces y nadie lo oyó, vive Cito, a quien nadie conoce por José Antonio Pérez. En su finca, ubicada en el municipio villaclareño de Sagua la Grande el color verde protagoniza las miradas.
Allí un viejo framboyán, florecido por esta época, espera la llegada de un hombre que hace años hirió su tronco en un acto de amor. Sobre su corteza hay cifrados dos nombres: Adriana y Gerardo.
Cito, es tío de Adriana Pérez, la esposa de Gerardo Hernández Nordelo, aquel muchacho habanero simpático que un día llegó a la finca y aprendió a ordeñar vacas y rajar leña.
Debajo de la sombra del framboyán, Gerardo, besó a Adriana y quizás en aquel paraje donde la naturaleza hace parir sentimientos se fundó un amor que hoy trasciende distancia, dolor, años, sueños y añoranzas.
Ha pasado el tiempo y allí permanece el framboyán con el nombre de los amantes, dicen que de vez en cuando un sinsonte se posa en sus ramas para cantar.
Ha pasado el tiempo y estoy segura que desde la soledad de su encierro donde Gerardo Hernández ha pasado 15 años no ha olvidado a su querido framboyán. Tal vez por estos días, Adriana, su bonsái, ate a su tronco un centenar de cintas amarillas y entonces, quizás, un día, por allá, por la última curva del callejón que conduce a Chinchila aparezca un muchacho, amante de la pelota, con esa, su sonrisa, para reescribir en su tronco una nueva frase: Soy libre.
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