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A mi Entender

El periodismo cubano, gran asignatura pendiente

Entrevista con Fernando Rojas, Viceministro de Cultura

Por: Mario Vizcaíno Serrat.

Fernando Rojas, viceministro de CulturaLa profunda crisis económica que puso casi en jaque a los cubanos en los años 90 le permitió al entonces director de El Caimán Barbudo, Fernando Rojas, medir su capacidad para dirigir esa publicación amenazada con desaparecer por la falta de papel.

En su oficina del Ministerio de Cultura, donde ejerce como viceministro que se ocupa de una decena de asuntos, Rojas rememora aquellos años duros, cuando Cuba quedó a la deriva tras perder de pronto casi todo su comercio con la desaparición del socialismo europeo. Fueron años inolvidables por su crudeza, y por la casi ilimitada capacidad de resistencia de los cubanos.

En el campo cultural, solo un gran talento para crear, en el sentido más práctico, mantuvo a flote nombres como El Caimán Barbudo, una revista obligada a cambiar el papel —que casi desapareció— por la oralidad, como único modo de mantener el colectivo que hacía uno de los medios culturales impresos más leídos de los últimos cincuenta años. No rendirse, darse ánimo todos los días, creer a pie juntillas en que las alternativas para no dejar de existir tenían sentido, fueron tanques de oxígeno en el edificio de la Casa Editora Abril, sede de El Caimán, donde antes estuvo el periódico Juventud Rebelde y mucho antes el Diario de la Marina.

Alrededor de los festejos por los cuarenta y cinco años del magazín, Fernando Rojas recuerda sus días como timonel de El Caimán, y de paso, responde otras preguntas sobre la actualidad cultural cubana.

—Por favor, ¿pudieras recordar aquellos días como timonel de El Caimán Barbudo?

—En el año 90 se decide reducir las publicaciones. Cuba había perdido más del ochenta y cinco por ciento de sus mercados, que estaban en Europa del Este, principalmente en la Unión Soviética. Los insumos de papel, de la maquinaria para imprimir, procedían de esa zona, y se afectó extraordinariamente el proceso editorial y la política de publicaciones en Cuba, que llegó en los años 80 a producir y distribuir, a precios subsidiados, como parte de la política de pleno acceso a la cultura que ha practicado siempre la Revolución, ochenta millones de libros y folletos anualmente. Esa situación condujo a un análisis serio sobre las publicaciones, y el criterio que prevaleció fue el de tener una publicación por grupos de edades. Visto en términos racionales parece una cosa bien pensada.

“En el caso de la Editora Abril, que entonces tenía trece o catorce publicaciones, quedarse con tres o cuatro permitía trabajar con un criterio más racional y asegurar las pocas publicaciones que quedaban en ese contexto crítico en términos materiales. Al mismo tiempo no se tenían en cuenta las publicaciones que estaban mejor ubicadas, la desventaja que tenía la decisión en ese sentido. Algo importante fue que se preservaron los colectivos de trabajo. La revista que reunió a quienes trabajaban para los segmentos jóvenes fue Somos Jóvenes. Como había que recuperar las publicaciones, la dirección de la editorial estimuló diversas iniciativas para sobrevivir y para que no perdiéramos la idea de que esas revistas debían recuperarse. Por eso empezamos a producir plaquettes, pequeños folletos, artesanía, para obtener ingresos y mantener activos los equipos de trabajo, los colectivos. Hicimos muchas cosas de extensión, en lo que se distinguió mucho El Caimán, aquellos Caimanes orales —a falta de los impresos— que eran reuniones en las que se leía poesía, se discutía, se polemizaba, se presentaba música. Por ese camino, el comandante nicaragüense Tomás Borge, en el año 1993, nos donó diez toneladas de papel para El Caimán Barbudo, y con ese donativo hicimos dos tiradas de la revista. Algún investigador les llamó los ‘caimanes apócrifos’. No sé cómo se les puede llamar así porque preservamos la numeración, el diseño, teníamos a los diseñadores preparados, e hicimos esos dos números, uno en 1993 y el otro en 1994. Ese esfuerzo lo combinamos con los caimanes orales. Tratábamos de que hubiera una continuidad entre los orales y los impresos. Por ejemplo: si este mes había un Caimán oral, y el número impreso iba a salir dentro de un mes, se establecía una relación entre los textos leídos y los impresos. Y lo que hicimos fue realizar un Caimán impreso cada año y entre uno y otro los orales, que les dieran continuidad y debatieran los materiales publicados en los números impresos. Y seguimos trabajando en espera de la recuperación de la economía, que llegó, efectivamente, para desplegar de nuevo las revistas de la editorial. Eso ocurre en 1995.

“Se hace una propuesta de recuperar publicaciones que no estaban saliendo, entre ellas El Caimán, Alma Mater y Juventud Técnica. Entonces, comenzaron a salir de nuevo, regularmente, y hasta hoy, los números de El Caimán. Desde aquellos dos números del 93 y el 94 soy ya director de la revista, hasta el año 2000, cuando vine a trabajar al Ministerio de Cultura”.

—¿Qué ideas culturales te interesaban como director?

—La promoción del trabajo intelectual de los jóvenes, la diversidad de la producción literaria, musical, de la creación plástica. El Caimán siempre ha querido eso. Eran muy importantes las secciones que promovían los discos, los libros, la poesía, la música que se hace en el extranjero. Una segunda idea es que El Caimán sea beligerante, incursione en polémicas, debates, en la vida cultural del país, también nos interesaban los jóvenes en la esfera del pensamiento. Y en aquellos años, cuando se produce una aproximación de las políticas económicas al mercado, parecía inevitable que esa beligerancia se expresara en los análisis y en los debates sobre la relación de la cultura con el mercado. Fueron años en que se discutió mucho sobre el origen de nuestra nacionalidad, de nuestra identidad, sobre el devenir, sobre la ideología de la Revolución y en general del proceso histórico cubano, sobre las ideologías, pudiéramos decir. Y la tercera idea era que la revista en sí misma fuera un acontecimiento cultural. Trabajamos mucho con el diseño, en el que teníamos que ser muy creativos porque es una revista de papel que se imprime en los mismos talleres donde se imprimen los periódicos. En esos años comenzamos a hacer la revista en computación, y hubo que hacer un tránsito importante del corte y pega en papel a la computadora, y los trabajadores tuvieron que aprender sobre la marcha. Recuerdo que nos retábamos unos a otros a ver quién aprendía primero a trabajar Pagemaker.

“Hicimos el experimento de mezclar las tintas y hacer El Caimán a tres colores, para aprovechar la tecnología de imprenta de manera creativa. Creo que eso se sigue haciendo en la revista”.

—De esa etapa de El Caimán a la que llamas beligerante, ¿recuerdas algo en especial?

—La relación con los músicos populares. Hacíamos críticas a la relación del mercado con la música popular, incluso polemizábamos con nosotros mismos e invitábamos a personas que no pensaban igual. Recuerdo varias mesas redondas en las que participaron trovadores, funcionarios, músicos populares, periodistas de El Caimán. Ahora recuerdo a Rufo Caballero, quien trabajó en algunas de esas mesas. Las posiciones podían ser completamente diferentes. Y nos parecía que eso estaba bien. A veces algún músico se sentía lastimado, pues solíamos ser incisivos, y nos parecía que ese era un periodismo necesario. Tratamos de que aparecieran las respuestas a esas discusiones. El Tosco, una vez, nos pidió hacer una aclaración y la hicimos. La vida me ha ido acercando a esos músicos por este trabajo que hago ahora, y me doy cuenta de que en general salimos fortalecidos de esas polémicas y discusiones. Recuerdo polémicas sobre el Festival de Cine de La Habana, cuál debía ser la relación del festival de cine con el sistema de estrellas, y éramos muy críticos con la idea de que se pareciera a la relación con el sistema de estrellas al estilo Hollywood. Es un recuerdo importante que tengo. Promovimos mucho el hip hop, tema en el que había también discusiones. Recuerdo una polémica mía con Víctor Fowler, alguien entrañable para nosotros. Y polemizamos sobre el hip hop porque nos parecía importante promover ese género. El Caimán estuvo muy cerca de toda la producción de vanguardia de esa época y de la crítica. Fue la época en que participamos en un encuentro de revistas culturales con La Gaceta de Cuba y Temas, algo muy enriquecedor.

—¿Los gustos culturales del equipo de la revista influyeron en los temas y materiales de cada edición, privilegiaban manifestaciones artísticas?

—Eso es inevitable. Quizás por la composición del equipo, los asuntos musicales preponderaban. Pero nos cuidamos mucho, en particular, de no echar a un lado la divergencia. Te mencioné un texto de Fowler muy crítico con nuestras posiciones. Le pedí una vez a Omar Valiño un texto crítico con cosas que defendíamos algunos de nosotros, y tuvimos cuidado de dar cabida a opiniones alternativas sobre los mismos asuntos. Roberto Zurbano también dio opiniones críticas sobre posiciones de extrema beligerancia que algunos compañeros defendíamos. Es inevitable que quienes hacen un medio de prensa impongan su sello, pero El Caimán, y no es la primera vez que lo digo, no era El Caimán de un grupo. Fue una revista ecuménica, y lo sigue siendo, y tuvimos siempre mucho cuidado de dar siempre dar la oportunidad de que pudiera aparecer la opinión del otro.

—¿Y qué no lograste como director?

—En temas ensayísticos, temas de más calado, aunque hicimos algunas cosas, nos quedamos por debajo de las necesidades. Lo que se hizo en el campo del enfrentamiento a la influencia más perniciosa del mercado en la cultura fue más logrado que la incursión en textos, análisis del devenir histórico, de la identidad. Recuerdo que hicimos un esfuerzo porque ese tipo de texto apareciera en las primeras páginas de la revista. Le dimos mucho espacio al rock, e hicimos hasta un dossier, muy completo para quienes quieran conocer el rock cubano de la época. Se llamó “Hombres lobos en La Habana”. Un título con el que hacíamos una broma pero a la vez destacábamos una manera de hacer rock muy respetable. Si bien no es un arte de mayorías, el rock cubano tiene representantes muy buenos.

Fernando Rojas, Viceministro de Cultura—¿Qué concepto tienes del periodismo?

—Cuba necesita prensa revolucionaria no oficial. Es una necesidad. Cuando escucho al Primer Secretario del Partido, lo que ha dicho sobre la prensa, y leo los propios documentos del Partido, recuerdo esa idea. Nosotros necesitamos que la información no se asocie solo a lo que se informa sobre la gestión del gobierno porque se produce una limitación de base para el periodismo, en particular para el periodismo de opinión, para el crítico, incluso para el noticioso, que tendría que insistir en los defectos de esa gestión gubernamental y política. Una de las cosas que tendría que resolver el periodismo es considerarse no oficial, o no necesariamente oficial, en una medida mucho mayor de la que hoy se considera en algunos medios. Y al mismo tiempo, revolucionario. Es el reto: una prensa revolucionaria no oficial que permita una mirada crítica, que no signifique tener que responder estrictamente a la gestión del gobierno, sino todo lo contrario: poder enfatizar en las lagunas, los errores, los problemas, decir descarnadamente lo que pasa. El periodismo tiene capacidad suficiente para cumplir esa función, pero, al mismo tiempo, hay que crearle condiciones para que lo haga. El periodista no puede sentirse inseguro si va a seguir esas pautas que nos está trazando la dirección del Partido, pero tenemos que crearle condiciones para que no se sienta inseguro a la hora de hacer este ejercicio crítico.

—El periodismo cultural y el deportivo son los que mejor interpretan en Cuba el papel crítico inherente a esta profesión.

—Es quizás incorrecto que yo diga esto desde mi posición pero, en cierta medida, en esas dos esferas, se han creado condiciones para esos ejercicios críticos. Y en el caso de la cultura, influye la diversidad de medios de prensa, pues esa abundancia ayuda a realizar ese trabajo. De todas formas, el periodismo cultural necesita ser más crítico, más incisivo.

—Y más conocedor de los temas…

—El periodismo cultural más cotidiano necesita incidir más en el público desde la perspectiva de una mejor y más atinada consideración de las verdaderas jerarquías culturales. Esa falta de conocimientos a la que aludes tiene a veces su corolario en que no logramos hacer énfasis en las verdaderas jerarquías culturales, y hacerlo además de modo que al público le llegue.

—¿Qué significa hacer énfasis en las jerarquías culturales?

—Todos podemos estar de acuerdo, y espero que lo estemos, en que la promoción no se resuelve con prohibiciones. Eso está asociado con cuestiones raigales de la política cultural como las que se expresaron en Palabras a los intelectuales. Sabes que últimamente se ha estado debatiendo sobre ese tema, y se sigue malinterpretando lo que dijo Fidel entonces. Y una de las ideas esenciales de ese debate es esa: no se puede normar la creación, no se puede regular lo que el creador tiene en la cabeza y la manera en que ese producto de su subjetividad, a partir de la maestría formal con que cuenta, se realiza en la obra de arte. La creación tiene que ser libre y estar al alcance de todos, y la promoción es la que tiene que ir colocando esas obras en amplias capas de la población, si se quiere prepararla, formarla. En una política cultural que apuesta por el pleno acceso, que es el otro elemento importante.

“Por eso la promoción, la publicidad, la propaganda, la crítica, son un conjunto de herramientas que tienen que establecer naturalmente, no por decreto, jerarquías en la difusión de las obras de arte, y saber decir, saber convencer al público —que piensa y participa— de lo que es mejor. Claro que no todos los críticos ni los promotores dicen lo mismo, y no puede ser de otra manera. Hay circuitos de exposiciones más reconocidos que otros, circuitos de estrenos de cine más reconocidos que otros, mejor ubicados, de mejor acceso, o de mejores condiciones. Hay ediciones de libros mejores que otras. Desde la lógica institucional, comienza un establecimiento de jerarquías. Pero el asunto no termina aquí, pues actúa también la prensa, la crítica especializada. Por supuesto: antes que todo eso está la escuela, la formación del espectador.

“¿Por qué existe el instructor de arte, por qué Fidel concibe ese tipo de profesional? Para que el niño, el joven, tenga una aproximación a la apreciación artística desde las edades más tempranas, y esté en cualquier lugar del país. Por eso, el instructor tiene que estar en cualquier sitio, aun en las montañas, o en la ciénaga de Zapata, o en zonas rurales, en las casas de cultura, donde quiera. Para que ese niño que está creciendo reciba las herramientas de apreciación artística desde edades más tempranas y cuando tropiece con esa obra en la televisión, en el cine o en el periódico que la reseña, o en la emisora de radio que la promueva, pueda apreciar y discernir donde está lo de más calidad. Eso es formar las jerarquías. Un proceso largo, complejo, que empieza desde edades muy tempranas y en el que intervienen la escuela, la comunidad, las instituciones culturales de base, después, las de más rigor, más prestigio, más influencia, las que colocan o debieran colocar en los escenarios lo más valioso. No quiere decir que todo esto se haga bien, y ahí entran a desempeñar su papel la prensa y la crítica, la promoción. Si se quiere que la gente reciba lo más valioso de la cultura nacional y universal, sin que se prohíba nada, hay que darle herramientas, y a eso es a lo que llamamos formar jerarquías. Pero no puede hacerse con decretos y prohibiciones, sino mediante un ejercicio laborioso de crítica, análisis, influencia, que, por supuesto, tiene en los medios de prensa un vehículo esencial”.

—¿De qué tipo de decretos y prohibiciones hablas?

—Ha habido en otras épocas la tendencia a decir: esto no se promueve. Y esa no puede ser la salida.

—Por ejemplo: el reguetón.

—Exactamente. O el rock en otra época. Tenemos que aprender definitivamente que esa no puede ser la salida. Tiene que ser lo que hagan la crítica, los medios, las instituciones, el público participante, en definitiva. Tampoco puede ser que la prohibición de prohibir, valga la redundancia, se convierta, para el dirigente institucional o para el crítico, en la prohibición de discutir. Por errores de épocas pasadas, puede haber en el subconsciente una idea de que cuando algo empieza a discutirse es porque viene la prohibición detrás. Tenemos que superar eso definitivamente.

—¿En qué medida el Ministerio de Cultura está contribuyendo a que sea así, en qué medida puede lograrlo?

—Lo excluible, si de promoción se trata, tendría que ser lo inequívocamente contrarrevolucionario. La experiencia demuestra que lo inequívocamente contrarrevolucionario no es, ni ha sido, y estoy casi seguro de que no será, algo asociado a los contenidos de la creación. No es en los contenidos de la obra en lo que habría que evaluar lo contrarrevolucionario.

—¿Dónde sería?

—Los aparatos de subversión del adversario histórico, de las agencias del gobierno de Estados Unidos utilizan determinado tipo de acción cultural para desarrollar su actividad contrarrevolucionaria, relacionada casi siempre con posiciones públicas de determinados individuos, que en su inmensa mayoría no significan nada para la cultura cubana. Como regla, son personas advenedizas, o confundidas, que, en su posición pública, actúan como mercenarios. Y hablo de cantidades minúsculas. No hay que buscar en un buen poema lo inequívocamente contrarrevolucionario, porque un buen poema es sencillamente un buen poema. Un artículo, un ensayo, son otras cosas. De modo que considerar excluible solo eso, preserva a la cultura de una intromisión innecesaria en la libertad de creación absoluta que nosotros defendemos. Y por supuesto, ello no se refiere a los derechos ciudadanos del individuo, ni a su derecho a pensar y a opinar. Estamos hablando estrictamente del dominio de la promoción del arte y la literatura, hasta donde se puede ser estricto en eso. O sea: rechazar lo inequívocamente contrarrevolucionario es una garantía para la libertad de creación.

—Que en muchas instituciones culturales aún se piense a la antigua sugiere que debieran renovarse dirigentes, funcionarios…

—Tenemos los vestigios del pensamiento dogmático, que tienen fuerza. Y, efectivamente, hay personas que no comparten lo que acabo de explicar, y creen que puedes analizar una pintura como mismo analizas un periódico y tratar de buscarle una interpretación a una obra de arte, como si fuera un cartel. Sé que desde Marcel Duchamp, cualquier cosa puede ser entendida como una obra de arte, pero confío en que tenemos suficiente seso y herramientas críticas para ser todo lo analíticos que sea necesario y darnos cuenta de que un cartel tiene una función propagandística, con independencia de su valor como obra de arte. Y una pintura abstracta no puede analizarse igual. Aún existe ese tipo de pensamiento dogmático que quiere hacer la interpretación literal del arte, o la interpretación de un texto literario como si fuera un ensayo político. Eso es un problema. Detrás de eso puede estar algo todavía más grave: la consideración de que el artista es un ser enredado, complicado, difícil, prejuicio inexplicable en nuestra sociedad. También está la falta de información y de cultura. Si alguien no sabe moverse en el arte digital, el teatro contemporáneo, el audiovisual de vanguardia, la ruptura de las fronteras entre el audiovisual y las artes plásticas, es que con esa persona nos falló todo lo que expliqué. Nos fallaron el instructor, las jerarquías, la prensa, la promoción, todo. Por cierto, es una buena medida de los importantes fallos que tenemos. Trabajar en una institución cultural sin suficiente cultura e información es un contrasentido.

“Por otra parte, hay una especie de paternalismo de nuevo cuño. Cuando un muchacho hace un disparate, para congraciarse con algo que detrás tiene dinero del adversario histórico, en lugar de discutir con él, y me refiero a su dirigente institucional, se tiende a considerar que es una majadería. Y quizás lo es. Pero estamos obligados a decirles a nuestros artistas que todavía existe la subversión, que trata de incidir en los intelectuales, en los artistas jóvenes, y por supuesto no solo en ellos. Si vamos a entender que la exclusión de lo inequívocamente contrarrevolucionario es una condición de la política cultural, significa que cuando alguien hace una payasada que además tiene detrás dinero del adversario, hay que decírselo, hay que discutir. Cada vez estoy más convencido de que no hay que excluir ni siquiera al que propone la payasada, pero hay que discutir, con respeto y comprensión, porque, de un lado, con toda certeza le falta información, y de otro, porque hasta de la payasada más incómoda puede salir una buena obra de arte. Y ahí, en esa falta de diálogo, tenemos una debilidad”.

—Y puede parecer otra cosa…

—Puede parecer que hacemos una política contraria a la que realmente hacemos.

—¿Cómo se comporta el intercambio cultural entre Cuba y Estados Unidos?

—Hay una amenaza real de que se interrumpa lo que modestamente se está haciendo porque hay un planteamiento en el congreso norteamericano, de parte de la mafia, de regresar a las políticas de Bush, que prácticamente reducen las visitas de cubanos a Cuba a tres años y al primer grado de consanguinidad y limitan las remesas. Si existe esa amenaza, existe también para el llamado “intercambio cultural”, que, como sabemos, no es tal intercambio porque sigue la lógica de una relación anormal entre nuestros pueblos, que se siguen perdiendo la oportunidad de conocerse mejor, a causa de las restricciones y el bloqueo. Nosotros no estamos interrumpiendo ninguna acción, sino todo lo contrario, creo que debemos seguir trabajando en esa presencia de artistas cubanos en Estados Unidos y de artistas norteamericanos en Cuba, pero siento que hay una amenaza.

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