De Pánfilo a la vida real
Millones lo esperan cada lunes. Aguardan por el programa posterior al noticiero preguntándose qué traerá en la chistera Pánfilo, en referencia al personaje que encarna de modo magistral Luis Silva en Vivir del cuento.
La expectativa se genera no solo por la eterna propensión de los cubanos a reír o a entretenerse, sino, también, porque los guionistas de ese espacio han sabido tocar desde aristas humorísticas asuntos muy serios de la nación, que están en el latir cotidiano de las gentes.
Lo curioso es que ya sucedió con otros programas de ese corte, como Deja que yo te cuente, que hacía sonreír y reflexionar a la vez, con sus críticas veladas a Pepín o a Lindoro Incapaz, sus entrevistas a un señor tan loco-cuerdo como Mente e’ Pollo y unos talleres deliciosos que no apretaban precisamente roscas izquierdas.
Ahora Pánfilo y los suyos tocan problemas vinculados a la doble moral, los conflictos del barrio, la vanidad, los inventos del día a día, las necesidades económicas, el pensamiento mirado desde diferentes posiciones... Y en el abordaje hilarante de tales cuestiones viene, indefectiblemente, la risa como bálsamo ante las dificultades y máculas sociales.
Al final, cuando se hace un análisis sobre esa identificación masiva del público con programas de este tipo, no resulta demasiado difícil concluir que Cuba requiere —aunque no necesariamente en tono humorístico— esas formulaciones que realizan los personajes en la casa de Pánfilo o en el antiguo taller Bartolete Pérez, porque denuncian vicios, lunares, obstáculos... y muestran aspectos de la vida que el cubano quisiera ver en el debate del día a día.
Sin embargo, he aquí una paradoja digna de estudio: mientras, por un lado, existe en teoría un amplísimo campo para que tales temas tomen cuerpo y carne más allá de la sátira y el humor; por el otro, esos citados asuntos se han convertido con frecuencia en terrenos casi exclusivos de los humoristas.
Escribo lo del «amplísimo campo», con el superlativo ex profeso, basándome en la constante convocatoria a debatir abiertamente, sin bromas ligeras ni curvas chistosas, que nos han hecho a los cubanos desde las más altas instancias del país.
El propio Raúl, en su papel de Jefe del Estado y del Gobierno, ha invitado incontables veces a la discusión profunda y sincera, a la crítica oportuna, al señalamiento, a la construcción del consenso desde la polémica sin falsas unanimidades.
Esa convocatoria —planteada para la búsqueda del desarrollo y el mejoramiento de la sociedad— ha tenido picos trascendentes, como la discusión masiva propiciada antes de la aprobación de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución.
Pero, en la vida real, como suscribí hace cinco años, en este propio periódico al referirme al tema, «no caben dudas de que esos ejercicios necesitan hacerse más frecuentes en un tipo de sociedad que, en hipótesis, crece de su cultura elevada y de la búsqueda constante de la quimérica perfección».
Y es que en un modelo social que apuesta a la creciente participación de los ciudadanos, deberíamos adueñarnos más de los filos de Pánfilo, pero con toda la seriedad que eso entraña, no solo para censurar, denunciar, discrepar o decir; sino, sobre todo, para proponer, edificar y hacer —claro está—sin vivir de los cuentos.
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