La felicidad de unos «locos bajitos»
Nuestras madres jugaron con pomos de penicilina vestidos con retazos de tela, para convertirlos en muñecas. Los hombrecitos recogieron güiras verdes, les colocaron cuatro palos a modo de patas para formar vacas. Desde edades tempranas les enseñaron a respetar, a hacerse independientes, a marchar al surco sin replicar.
Nosotros, la generación de los 90, no tuvimos play station ni DVD. Heredamos unos cuantos libros soviéticos, de esos que movían los personajes en su interior o levantaban castillos al abrirlos por la mitad. Leíamos Pintacuentos y aquellos folleticos con las historias clásicas de Hans Christian Andersen.
Recriminamos la actitud de aquel niño egoísta de Para la vida que tenía una bicicleta y no se la prestaba a sus amiguitos del barrio.
Tuvimos dientes plásticos de Drácula y ranas verdes que olían a petróleo, objetos artesanales comprados en los carnavales.
En el círculo infantil muchos «jugaron a meterse cosas sucias en la boca», como canta Frank Delgado: plastilina, pedazos de fango, crayolas; a chocar «cabezas locas». Nos sentíamos importantes cuando adquiríamos un chicle que por días atesorábamos en el refrigerador.
Desde edades tempranas desarrollamos una propensión especial a las colecciones. Eran los envoltorios de jabón, galletas y caramelos, los cuales, en su mayoría, nunca olimos ni comimos.
Los padres gritaban a las siete en punto para que fuéramos a bañarnos y a comer. Jamás nos chantajearon con regalos si querían que nos portáramos bien. Tomaban una correa o un «chucho» de guayaba y rápido lograban disciplinarnos.
Ellos no iban a las escuelas a discutir con las maestras por un coscorrón ni una mala nota. Así nos enseñaron a asumir errores.
Todos los lunes en la tarde tomábamos asiento frente al viejo televisor con el Tic tac dice el reloj para escuchar las canciones bellas e ingenuas de Arcoíris Musical.
Supimos de las guerras imperiales, del uranio empobrecido en Yugolasvia. Guardamos las fotos del niño Elián. Cantamos el tema del príncipe enano.
Así fuimos felices. Mientras, en otro lado del mundo, el efecto mariposa obligaba a otros a comer tortillas de barro, a morir de inanición, a cuidar a sus hermanos, a contraer matrimonio aún impúberes. Soportan largas jornadas de trabajo, ven morir a su familia, son discriminados. No conocen de la existencia de derechos ni de un Día Internacional de la Infancia.
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