Strike 3: Ciudad naranja
SANTA CLARA - Acabo de llegar a esta ciudad, bulliciosa y enervante como una Habana en miniatura, y siento que todo huele –y sabe- a béisbol. O mejor, a play off. En el asiento trasero de los autos: “Villa Clara campeón”. En las cafeterías: “Ahora sí”, en letras grandes y naranjas. En el barcito, ya con la voz gangosa, el tipo: “Voy a comerme, hip, al elefante”.
Hablo con los lugareños y “qué va, no creo en Cienfuegos”, “voy por el campeonato” y “ya está bueno de segundos lugares”. Yo sonrío, porque el optimismo exagerado siempre me inspira una sonrisa, y la señora de la blusa verde arma un discurso que comienza con “este periodista dio a Cienfuegos como favorito”, y el mulato del pan con lechón (fileteados en oro los dientes) me dispara una conferencia empírica sobre cálculo de probabilidades y ejercicio del criterio.
Enseguida se forma una peña. Un concierto que arranca con opiniones bien fundadas, pero no acepta un argumento otro, nada que apunte a echar un velo de incertidumbre sobre las posibilidades triunfadoras del equipo de casa. Estás con ellos o, sencilla y llanamente, eres un ignorante en materia de pelota. Así, sin más.
Bajo las balas, rodeado por un montón de gente que me acusa (“tú le vas a Cienfuegos, seguro tienes familia por allá”), me limito a invitarlos a que nos veamos “dentro de un rato, cuando se dé el Play Ball!”. Y es entonces que, súbita, casi mágicamente, la turba se disipa…
Ha empezado a llover en Santa Clara. Cae un torrente de agua que enseguida pone a correr a todos –yo entre ellos-, y dos horas más tarde todavía no termina de anegar la ciudad y sus retales, incluida la grama del Sandino. No habrá juego esta noche. Ya es un hecho.
Defraudado, me siento a ver pasar el mundo desde el recibidor de un hotelito en las afueras. La gente pasa en volandas, los camiones salpican (empapan) con sevicia. Bajo el diluvio, uno de los peñistas de hace un rato cruza a todo pedal ante mis ojos. “Un poquito más de demora”, grita mientras lo veo alejarse por el espejo largo del asfalto. Y lo escucho morirse de la risa, pese al ruido del agua.
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