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A mi Entender

Un libro puede ser el envase de la espiritualidad

 

Niños en la Feria del Libro. Foto: Ladyrene Pérez/Cubadebate.

Niños en la Feria del Libro. Foto: Ladyrene Pérez/Cubadebate.

Por Yuliat Danay Acosta

El acto de perpetuación de la especie no es solo un proceso biológico. Es la manera con que incide un ser sobre otro, transformando el fruto de la naturaleza en humanismo. Así hombres y mujeres traen al mundo a los hijos, esa forma recíproca que tenemos de pagar la vida concedida. Después de la muerte: el relevo.

Un hijo, cuando es pequeño, se siente como la obra maestra, esa a la que uno con paciencia y dedicación va dando forma y curso. Entonces vienen los desvelos por darle a esa creación lo mejor de sí. No se quiere que le falte nada.

Desde antes de su nacimiento, ya se está pensando en proporcionarle al recién llegado todo aquello que pudiera necesitar por los caminos de esta vida moderna, a veces convulsa y plagada de atributos materiales que, -sí bien es cierto que hacen falta- en ocasiones nos distraen de lo verdadero, de lo esencial, eso que muchas veces es invisible a sentidos.

¿Pero cómo saber todo lo que un niño necesita más allá de la ropa, los zapatos, los juguetes y la alimentación? ¿Cómo cerciorarnos de que a nuestro hijo no le está faltando nada? ¿Cómo tener claro que su mundo, su mundillo personal, está completo?

Comienza la preocupación más grande para un progenitor: la educación, los valores, el humanismo, saberlos guiar por el camino. Será un asunto latente hasta la muerte. Los padres, siempre se verán como una guía para los hijos aún cuando estos crezcan y sean adultos. Pensar en si podrán valerse por sí mismos cuando ellos ya no estén presentes, desvela a los que le va quedando menos tiempo.

Uno empieza a buscarse herramientas para dárselas, develándole los misterios, traspasando la experiencia, aún sabiendo que nada es suficiente para descifrar la fórmula exacta de la felicidad. Se lamenta no haber escrito todo el aprendizaje de una vida, las anécdotas, las lecciones y socorre la idea de encontrar en palabras de otros, las verdades aprehendidas. Le recomiendas este libro o este otro, le regalas aquel que te dejó tu padre, pero te sorprende descubrir que tu hijo no le presta atención, lo hecha a un lado. Tiene cosas más importantes que hacer, no tiene hábito de lectura. Ahí te lamentas y comienzan las recriminaciones ¿Si se lo hubiera inculcado desde pequeño? Si le hubiera dedicado un cuarto de hora, al menos, antes de dormir? Ya es muy tarde, ya no hay tiempo.

Llega febrero, estás sentado en el césped de La Cabaña, en aquella Feria del libro que sucede año tras año, observando a todos aquellos pequeños pilluelos. Sus padres a su lado, haciendo la mejor inversión que puede hacerse. Aquella que tú no supiste hacer.

Corretean, juegan, pero están rodeados aquellos que al menos tienen uno. Se identifican, lo ven como algo común. Otros niños lo llevan en sus bolsas. Mamá y papá también compran lo suyo. Un rubiecito que juega a los carritos en el pavimento, mientras dos de entablan amistad tomando helados. Descubres a una abuela con libros en las manos, y el alma ocupa nuevamente lugar. Te sientes salvada. Piensas en los nietos. Observas detalladamente la escena. Sonríes como quien presiente que la vida le otorga una segunda oportunidad.

Comprendes que un libro puede ser el envase de la espiritualidad. La lectura nos ayuda a formar el espíritu, darle crecimiento, desahogo, cuerpo. Trasluce las funciones meramente biológicas de un ser humano en la guerra natural por subsistir, en un ser pensante.

Criarlos entre libros enseña a pensar. Escoger minuciosamente qué va a leer tiene tanta importancia como seleccionar los alimentos que le aporten los nutrientes necesarios para que crezca. Poco a poco, un gusto se irá formando. “Saber leer, saber andar”. Aprovecha su edad de oro, enséñalos a volar.

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