La exitosa serie televisiva Dr. House llega a su fin
Tras ocho temporadas, la conocida serie televisiva Dr. House ha llegado a su fin. Estrenada por la cadena Fox en el 2004, durante todos estos años ha conquistado a decenas de miles de seguidores alrededor del mundo. Las historias de la serie se centran en el médico Gregory House, un sujeto misántropo, cínico y extremadamente antipático, pero en quién también se conjugan enormes conocimientos y habilidades médicas, así como unas dotes intelectuales sorprendentes para la observación, la síntesis y la abstracción. Tales aptitudes lo ubican como “as” del diagnóstico médico del también ficticio Princeton-Plainsboro Hospital. Ahora la serie se cierra, luego de unas últimas temporadas en las que su protagonista se sumerge más y más en una introspección psicológica con ribetes metafísicos que dieron lugar a capítulos de tema bastante sombrío.
Es notorio el éxito que pueden llegar a alcanzar las series de médicos y hospitales, algo que desde hace tiempo se ha convertido en todo un subgénero. Resulta que la práctica sanitaria desarrolla su acción en estrecha cercanía a la persona, y precisamente al servicio de algunos de sus bienes más preciados: la vida y la salud. Esto, en momentos tan cruciales de la existencia como son su jubiloso inicio, su siempre dramático fin, así como durante la enfermedad; situación esta última en la que el individuo sufre, además de los síntomas propios de su estado, grados variables de limitación, dependencia e incertidumbre.
Frente a esto tenemos la agobiante presión de trabajo y la enorme sobrecarga emocional de unos profesionales que disponen de estrecho margen para el error y se enfrentan a difíciles decisiones, en su continua carrera contrarreloj frente al dolor y la muerte. Todo ello convierte a este campo del ejercicio profesional en un complejo y rico ámbito de vivencias y relaciones interpersonales, que gira en torno a la precariedad de la condición humana en el reino de este mundo. Nada más apropiado para recrear situaciones que van desde el drama hasta el thriller, siempre con alguna que otra dosis de hilaridad.
Según cuentan, Paul Attanasio, David Shore y el resto de los creadores de la serie se inspiraron en una columna del New York Times que estaba a cargo de la Dra. Lisa Sanders profesora de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale. Allí se mostraban casos médicos difíciles e inusuales. Pero como suele suceder en este subgénero, las historias médicas son solo un marco o instrumento para abordar el entramado de relaciones que dan pie a los conflictos humanos y profesionales entre médicos, directivos y pacientes.
Sin embargo, el centro de toda la serie ha sido la lucha interna de su protagonista. A pesar de su éxito profesional, House está lleno de defectos, carencias y limitaciones. Es un hombre atrapado, no tanto por el dolor físico de su pierna enferma (que apunta a ese “lado podrido” en cada uno de nosotros), como por un intenso sufrimiento psicológico y espiritual. No por gusto, el propio Hugh Laurie, ese actor que tan magistralmente le ha sabido encarnar, ha definido al Dr. House como un “náufrago emocional”.
House es un contradictorio mosaico: casi siempre es huraño, intempestivo y sarcástico, pero a ratos muestra un lado jocoso y hasta pueril. Algunas veces obra de un modo despiadadamente honesto y, muchísimas otras, es un hábil manipulador de colegas, pacientes y familiares, a quienes trata como meras piezas en un tablero. Precisamente, quizás este sea su rasgo más remarcable: un recio pragmatismo (tan vinculado al ámbito anglosajón) según el cual “el fin siempre justifica a los medios”, incluso aunque la dignidad humana con frecuencia quede rota y pisoteada al borde del camino.
Entonces, lo importante pasa a ser no tanto el paciente como el diagnóstico, no la persona sino la enfermedad, lo cual a todas luces resulta un enfoque extremadamente reduccionista. Su famosa frase “todos mienten” (everybody lies), redondea un arquetipo en el que predomina el escepticismo y el desdén hacia la naturaleza humana. Pero House no nos mira por encima del hombro, sino desde la lona y el polvo.
Hay muchas cosas de fondo que no me han gustado en esta serie y que desde hace tiempo hicieron menguar mi interés en ella. El asunto no es de “forma” sino de “contenido”. No se trata de las perceptibles “costuras” o desniveles entre uno y otro capítulo (o entre las diversas temporadas), comprensibles en un tipo de producción industrial en el que, a ritmo frenético, trabajan en paralelo varios equipos de guionistas y directores. Tampoco me refiero a los casos exagerados al extremo, o a las prácticas y situaciones inverosímiles o hasta disparatadas (eso sí, solo para el ojo avezado de un facultativo televidente), sino a ciertos aspectos de índole conceptual y bioética.
En toda la serie palpita un relativismo ético en el que “el bien” o “el mal” son apenas opciones intercambiables según el interés de los sujetos actuantes. Por otro lado, House constantemente indica estudios y tratamientos de forma impulsiva y temeraria, haciendo añicos aquel principio de primun non nocere (ante todo no hacer daño) que ha guiado a la Medicina desde los tiempos hipocráticos y que asume al enfermo en su excelsa dignidad personal.
Un asunto no menos importante es el descomunal protagonismo de la tecnología médica. No recuerdo haber visto nunca al irónico Dr. House palpando un abdomen o auscultando a un paciente. Muy pocas veces se presenta a alguno de los miembros de su equipo entrevistando y examinando exhaustivamente al caso. En su lugar, allanan su morada o le extorsionan de formas tan inimaginables como poco éticas para obtener algún dato relevante, en una práctica abiertamente transgresora que roza la frontera de lo delincuencial. Luego, todos prefieren sentarse alrededor de una mesa y adentrarse en una lluvia de ideas (con rayos incluidos) en el que cada uno trata de imponer a toda costa la suya. Más tarde, cada quien sale a ejecutar su función: aplicar tecnología y más tecnología. Claro que casi todo será en vano; al final solo bastará un detalle, para que en un rapto de iluminación, House consiga el necesario diagnóstico.
De cualquier manera, también hay numerosos aciertos y verdades en muchos de los capítulos de la serie:
1. El proceso salud-enfermedad es una realidad compleja en la que intervienen numerosos factores contextuales de tipo sociológico, cultural y ambiental. Por tal motivo, no todo se soluciona solo con fármacos y operaciones.
2. La relación entre médico y paciente nunca tiene un solo sentido. No se trata de un facultativo “proveedor” y un necesitado paciente “receptor”, sino que juntos han de ser capaces de entretejer una relación donde ambos aportan y a la vez reciben.
3. Contrario al “cliente” convencional, el paciente no siempre tiene la razón. Por tanto el médico no es un mero proveedor de un servicio, que ha de estar dispuesto a complacer a toda costa los deseos del paciente.
4. Las tecnologías médicas no lo pueden todo ni siempre tienen la razón. Más bien, a veces aportan confusión y su empleo inadecuado puede provocar resultados desastrosos. La Medicina contemporánea es aún arte y ciencia que sigue necesitando del método clínico, del juicio lógico, de la experiencia y hasta de la intuición.
5. La Medicina dista mucho de ser una ciencia exacta. Aún haciéndolo todo bien y a la luz del más actualizado conocimiento, las cosas pueden salir muy mal. Por otro lado, los médicos se equivocan -incluso los mejores, aquellos más hábiles y motivados. Ellos sufren con sus fracasos, pero también tienen la oportunidad de crecer con cada error.
Otro innegable valor de la serie es que House no se presenta como un ogro que enseña todo el tiempo los dientes. Aunque se empeñe en ocultarlo, también por momentos muestra una elevada sensibilidad humana y, junto con él, todos terminamos siendo afectiva y efectivamente involucrados.
Así, es capaz de maravillarse ante la mano del feto que, en medio de una operación, sale del útero materno y toca la suya. Luego queda el resto del día mirándose el dedo al que se aferró la frágil manita, y en un instante, a todos se nos devela el valor de esa vida. O aquel episodio en el que logra que un niño autista sobreviva: Cuando por su mente pasa que no ha valido la pena salvar a alguien que luego seguirá “lastrado” por tal enfermedad, el niño, ante la mirada atónita de sus padres (y del propio House), se le acerca, le mira a los ojos y le regala su juguete. La conducta rompe su aislamiento y se aparta de la usual en un autista, pero el gesto de agradecimiento implica una comunicación con alguien que precisamente tiene por norma rechazar a todos. A House le hace reflexionar sobre sí mismo y quienes estamos del lado de acá de la pantalla apreciamos cada vida humana y la esperanza con que ha de ser asumida.
La teleserie llega a su fin, sin embargo, una vez más la realidad se entrelaza con la ficción. En nosotros puede haber mucha más oscuridad “a lo House” de lo que pensamos o estamos dispuestos a admitir. Tras algunas batas blancas se escuda bastante soberbia, mucho paternalismo autoritario y muy poca disposición a la empatía, la apertura y la comunicación. Desprovistos de la genialidad con que se representa al personaje televisivo, algunos facultativos de carne y hueso le aventajan ampliamente en arrogancia y egocentrismo. Así, tan victimarios como víctimas de un actuar deshumanizado, no es difícil forzar diagnósticos, mentir, manipular y, en fin, a cada paso violentar la dignidad de colegas y pacientes. En efecto, podemos llegar a ser peores que House, con los agravantes de la cotidianidad y de un escenario donde el sudor, las lágrimas y la sangre no son de maquillaje.
(Tomado de Caimán Barbudo)
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