Todos los caminos conducen a La Habana
Las luces pálidas de la avenida atraviesan la ciudad. Los autos, el eco de sus motores, quiebran el silencio rotundo de la noche. Las olas rompen contra el Malecón y estallan en el aire como nubes de sal. Pasada las dos de la mañana, La Habana es la capital fantasma de un país difuso. Su imagen llega a ser tan perfecta, el ruido de sus pasos retumba tan adentro, que parece un lugar fuera de época, intocable por el tiempo o por el despertar de sus personas.
Pero La Habana no es una ciudad que haya superado al tiempo. Todo lo contrario. La Habana, a pesar de todo, no ha entrado aún en el ruedo de la historia. Parece un sitio antiguo y no lo es. Un trazo definitivo, y tampoco. Parece, en suma, una ciudad, y puede que a la larga solo sea un sentimiento, un efímero estado de amor o de odio, de rebeldía o paz.
Su melancolía es inocencia. Su glamour, publicidad turística. Su decadencia, mito de poetas. Uno llega a entender, casi por azar, en algún descuido de la arquitectura, o en la más inexplicable de las fachadas, que detrás de cada gesto se proyecta otra realidad. Más incisiva, más eterna, menos iconoclasta.
Algo que nos define. Aunque quizás no nos defina y solo nos anticipe. Algo que en ningún caso, por temor, por premura o por cautela, queremos descubrir, ni siquiera cuestionar.
La Habana, minuciosa y seguramente por deber, se aleja de sí misma, que es como no alejarse, como resistirse a asumir, mientras sea posible, lo que en definitiva parece ser. Una ciudad. Un espacio del cual la gente emigra y al cual la gente regresa. O al cual la gente no regresa o simplemente va.
Aunque nadie lo haya dicho La Habana es solo eso. O más que eso, o menos que eso, no sabría precisar bien. Una hiperestesia que no caduca y que por tanto no se descompone. O puede que envejezca, sí, pero descomponerse no. Porque no ha firmado de manera equivocada, sino de manera correcta, un pacto con los años, con lo continuamente progresivo.
Debe haber otras ciudades igual de astutas, es muy probable. Chicago o Marsella. Buenos Aires, Bagdad. Ciudades sin edad y sin furia. Donde las cosas sagradas no sean tal.
El Malecón, por ejemplo, lo confirma. Un lugar, en apariencia, desgastado por los hábitos, que no cumple una función precisa, como otros malecones o límites o muros. Excusa, si se mira bien, que no lleva a ninguna parte, que no une dos puntos cualquiera, dos edificios, digamos, neoclásicos, o dos húmedos atracaderos de barcos.
Tampoco separa nada. Porque La Habana, además, es una ciudad salobre y hundida en el fondo del mundo, seductora y por tramos violenta, en la que, como en todo océano o mar o tramo de agua, uno puede ahogarse sin remedio.
El Malecón, por tanto, está hecho única y exclusivamente para que la gente se enamore o se separe o -acaso de modo trivial, pero qué importa- se ponga a desvestir el horizonte. El Vedado, a su vez, está hecho para el desarraigo, o para la excesiva y a veces injustificada devoción por sus cines, sus luces y sus teatros.
La corporeidad de La Habana es de otra índole. Quizás por eso sea tan inatrapable, tan fugitivamente inconclusa. Pero estas realidades solo pueden explicarse en la impostura, a través de sus reversos.
A cierta hora, la ciudad confluye en una sola imagen, oscura y peligrosa y vacía de sentido. Que es, no hay que aclararlo, la imagen que todos sospechamos, y que, paradójicamente, es también el único refugio. Pero nadie nos lo ha dicho, y esta, como todas, es una ciudad muda, que no sabe cómo hablarnos, o que nadie sabe exactamente cómo traducir.
Solo algunos autos, viejos autos a vuelta de rueda, son capaces de quebrar el silencio rotundo de la noche. Luego el eco de sus motores se desvanece y, casi por azar, las cosas caen implacables sobre sí. No existe entonces modo de entrar. Tampoco hay forma de salir. La gente pasa, mira, dice algo, pero el óleo de La Habana es intocable. Y sus trazos oníricos no tienen fin.
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