Cuba es la Virgen y la barca y los tres Juanes
Quisiera agradecer este honor inmerecido que por segunda vez en una década se me concede, el de poder hablar - en la ocasión anterior, en una mañana tórrida frente al palacio del gobierno - hoy en este teatro, cuando apenas la noche comienza para los baracoenses, cuya juventud está en la calle disfrutando de la fiesta merecida y espectadora de un acontecimiento, sin lugar a dudas, importante: la celebración del medio milenio de la fundación de la Villa de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa.
Hace unos momentos hemos asistido además, a un acto religioso, si se tiene en cuenta que en aquella oportunidad, hace 500 años, la religión católica y apostólica era parte esencial de la visión de la España de su tiempo. Sus reyes se habían proclamado y habían recibido el título de católicos que quiere decir universales.
Isabel y Fernando recibieron a un hombre tenido por unos como loco y por otros como alucinado. Había nacido Cristóbal Colón, todo parece indicar, en la Torre de la Olivella, en una de las puertas de Génova. Se consagró al servicio de la corona española, después de haber tocado distintas puertas, entre ellas las del rey de Portugal. Sus majestades lo recibieron cerca de Granada, en un lugar llamado Santa Fe, donde se hallaba el campamento que sería testigo del último momento de la dominación política musulmana en suelo español; dominación que había comenzado en el año 711 de Nuestra Era, cuando atravesando el estrecho que divide al África del Norte de la península, penetraron en oleadas subiendo sucesivamente y arrasando los territorios e imponiendo una nueva fe, la del Islam.
Desde 1711 hasta 1492, una contramarcha fue reconocida con el título de reconquista y surgieron canciones de gesta, héroes populares cuyo nombre aun se recuerda con respeto y temor. Se cuenta que, muerto uno de aquellos batalladores dentro del recinto de su castillo, animáronse los adversarios a tomarlo y reunidos los caballeros decidieron abrir la losa de su tumba, colocarlo sobre su caballo, sostenerlo sobre una cruceta de madera y situar en su mano su espada temible. Abrieron entonces las puertas del castillo y sintieron los adversarios tal terror que se pudo decir: ¡Mio Cid gana batallas aun después de muerto!
De esa leyenda y de esa historia aurea, forman parte también momentos de coexistencia de dos culturas, de dos civilizaciones formadas por pueblos múltiples que en un mismo territorio lograron comunicarse por la ciencia, por el arte y esencialmente por la cultura. Córdoba y Toledo fueron escenarios propicios para aquél diálogo; particularmente Córdoba donde, en un momento oportuno, los grandes sabios del mundo judío y del musulmán, dialogaban en paz sobre la base del conocimiento de la Astronomía, la Matemática y las ciencias. Nombres como el de Averroes, el de Avicena, llenan páginas de la historia de la cultura y de la sabiduría universal.
Pero el destino de los pueblos - como se decía hoy -; destino prácticamente de la humanidad, llevó a que esa batalla por el ser nacional, forjase la unidad de los distintos reinos que florecieron en dos nombres, el de Isabel y el de Fernando. Una mujer tan importante (Isabel) que hizo valer el género al imponer en su escudo un lema que lo decía todo. Un yugo, signo del enlace de dos animales fuertes de tiro y un mazo de flechas que formaban esa unidad: “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.”
Tan convencida estaba Isabel de la causa de aquél peregrino, que lo recibió en el campamento de Santa Fe precisamente, pocos días o semanas antes de que se consumase la gran victoria que hizo huir de Granada al rey Boabdil. Se cuenta que en el momento de su partida, su madre árabe encolerizada le increpaba: “No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre.”1
Sin embargo, quedó un profundo legado cultural. Por eso, cuando siglos más tarde, estudiando en Aragón su carrera de Derecho, aprendiendo las tablas y la ley romana para su examen; interrumpidos los estudios por la sublevación popular y por su dramático aplastamiento, un poeta cubano, el joven José Martí, habla desde el teatro de Zaragoza, invoca a los grandes bardos y recuerda que la poca flor de su vida floreció allí, cristalizó allí, en tierra musulmana o española.
Y esa España que expulsó a los judíos por consejo del cardenal Cisneros, unas horas antes de la partida de Cristóbal Colón, el 3 de agosto de 1492, iba a ser protagonista de un acontecimiento que cambiaría la Historia; un acontecimiento que permitió la ampliación del mundo hasta entonces conocido. Solamente los grandes sabios presumían que el viejo orden estelar, que la vieja concepción geográfica, estaban agotados. Pero pocos se atrevían, por temor al dogma religioso, a proclamar la realidad que en realidad - valga la redundancia - no era una oposición a la fe, aunque como tal fue considerada.
De esa manera Colón inició su viaje partiendo de Palos de la Frontera, y llegó a América aquel 12 de octubre de 1492. La Iglesia, sabia milenaria, conocía - y así está pintado en la tercera galería de los palacios apostólicos vaticanos, la llamada Galería de los mapas -, la existencia de tierras más al norte. Se dice que los vikingos cristianizados fundaron al norte Vinlandia 2 y que, de hecho, conocieron América antes del histórico viaje del 12 de octubre de 1492. Pero no regresaron para contar su historia.3
Si importante fue el viaje de Colón, más importante fue su regreso. El regreso cambió la historia de la humanidad. El mundo se amplió. El escenario fue tan magno que ni él mismo se dio cuenta ni fue posible abarcarlo en sus conocimientos y en su imaginación. Un hombre con un pie en la Edad Media y el otro en la Modernidad, creía que podía hallar todavía en esta parte del mundo, el oriente del extremo Oriente. En la escuela se nos enseñó que buscaba un camino más corto para llegar a la India. Es más, al llegar a las costas de Cuba creyó que había llegado a Cipango, el Japón; creyó que había llegado a Cathay y que podía hallarse entre los bosques de Holguín a los representantes del Gran Kan, del cual había hablado con emoción Marco Polo en sus memorias.
Sin embargo, todavía creía que debía buscar más: el paraíso terrenal que estaría en lo alto de una montaña de la cual descenderían los grandes ríos del universo. Pero no fue así. En ese primer viaje se halla frente a la bahía hermosa de Baracoa, aquel día 27 de noviembre de 1492; y poco antes, del 27 al 28 de octubre, en un punto de la costa de Holguín llamado Bariay. En aquel lugar se produjo el encuentro con nuestro mundo, con nuestro archipiélago, con nuestra gran isla, a la que llamó Juana; un nombre efímero, como efímera sería la vida del príncipe Juan4, como efímero sería el reino de Juana5 su hermana, demente por un amor infinito, que recorrió toda España llevando el féretro de su esposo muerto, Felipe, El Hermoso.
Ante las costas de Cuba la emoción es inmensa. A nosotros los cubanos, no acostumbrados por lo general a venir a esta latitud baracoense, como lo hicimos nosotros en un vuelo que, a baja altura, nos mostró el privilegio increíble de esos montes impenetrables, nos es necesario meditar lo que sería este otro mundo para hombres que venían de otro clima, de otra naturaleza, del sur de España; un Sur ardiente donde todavía estaba con una fuerza imponderable el mundo árabe, con sus costumbres, con su comida, con su música. Y de pronto, hallarse en esta parte.
Frente a las costas de la actual Venezuela y viendo el esplendor del río Orinoco salir a las aguas varias leguas fuera de su desembocadura, manchando el mar terroso que viene de las altas montañas y de las lluvias torrenciales, llegó Colón a escribirle a los Reyes Católicos que había arribado a una “tierra infinita” y que en esta parte, tenían “vuestras altezas” un “otro mundo.”6
Es la primera vez que confiesa tal cosa, enfrentándose a las creencias y los conocimientos de aquella época. Mucho se discutió en 1992, si debíamos celebrar o conmemorar. Conmemorar sabemos que es hacer memoria. Celebrar es júbilo. Yo creo que la Historia no es como quisiéramos, es como fue. Es la Historia de la Humanidad.
Quizás nosotros hemos sublimado en ciertos momentos la propia historia de América. Sería considerar como prohombres a los soldados y capitanes que salieron de Santiago de Cuba siguiendo a un joven de veintitantos años, Hernán Cortés, quien tenía conocimientos de Derecho y suficiente hombría y valentía como para conquistar a un mundo, sin comprender que las propias contradicciones en el seno de la sociedad imperial-prehispánica mexicana, llevaron a que parte de los pueblos tributarios y oprimidos, se convirtiesen en una masa que subió acompañándolo hasta la ciudad más bella. Tenochtitlán había sido comparada por los soldados que venían de Italia con Venecia, como también llamaron Venezuela al gran palafito que vieron sobre el lago Maracaibo, en la Venezuela actual. Una pequeña Venecia… pero aquella no, aquella era la ciudad idílica parecida a Cartago, sobre el centro de una laguna, donde un emperador, Moctezuma II, creía que se habían cumplido las profecías de los tiempos y que miraba con espanto el regreso desde el mar, de un rey que una vez partió, blanco y barbado, que se llamaba Quetzalcóatl. Se dice que espantado se le contó que aquel cometa que cruzó el cielo de América ese año, era el símbolo de un terrible acontecimiento.
Lo cierto es que, en las tranquilas aguas del Oriente de Cuba y en las de Baracoa, se detuvo Colón con justeza, contemplando aquella maravilla. Nada, absolutamente nada conocido, ni la isla de Kio, ni las tierras británicas de Bristol, ni nada del mundo que él había recorrido, podía parecerse a tan extraña y extraordinaria maravilla.
Le asombran los pinares, las palmas jamás vistas, los mares colmados de peces; le sorprenden también la infinitud de pajaritos. Estando en las inmediaciones de Gibara compara la Silla de Gibara con la Peña de los Enamorados, cerca de Sevilla, o cuando gozoso recuerda, que como en Sevilla en verano, hasta en la orilla de las playas florecían margaritas y bledos.
El asombro de América fue infinito y grande. Y fruto de ese encuentro somos todos nosotros, absolutamente todos. Esta reunión no podría celebrarse sin aquel acontecimiento. Un mestizaje que nació de la violencia o el amor, fue posible. Hernán Cortés, a quien habían regalado una muchacha en una isla cerca de la costa mexicana, la convirtió en su hábil traductora y también en su amante, y con ella tuvo un hijo, Martín Cortés, sobre el cual dijo Martí, que el primer rebelde le había nacido al conquistador en América.
Entrando en la Mezquita de Córdoba, uno de los monumentos más hermosos del mundo, sinagoga, templo… resulta que allí está enterrado el Inca Garcilazo de la Vega, hijo de un conquistador español con una princesa inca. Él se llamó Garcilazo Inca de la Vega.
La más grande poeta que vino al mundo en América, Sor Juana Inés de la Cruz, Juana de Asbaje, llevaba también la sangre española y la sangre mestiza de México. Y ella, que se llamó la peor de todas, fue sin embargo la primera. Bella como la ha pintado Miguel Cabrera, en el seno de su claustro, llevando el hábito de la Orden de las Jerónimas, llena de libros, de artilugios para mirar el mundo, de esferas, de tantas cosas prohibidas entonces al conocimiento de la mujer.
Ese choque fue necesariamente violento; era inevitable. Fue la historia de Roma con los reyes antiguos. Fue el horror de Roma con Etruria. Fue el destino de las ciudades griegas, enfrentadas unas a otras. Fue la Historia de la Humanidad. Fue la historia del primer emperador de China que se hizo enterrar con un ejército y su tumba aun permanece cerrada, que fue dominando una por una las otras etnias de China hasta crear un imperio. Fue la historia de Caín y Abel repetida en el duelo terrible entre Huáscar y Atahualpa, los dos hijos que debían repartirse el imperio y no luchar el uno contra el otro por tenerlo.
Todo eso fue una gran verdad. Hay otra gran verdad: España se entregó a América con sus grandezas y con sus limitaciones, pero se entregó toda. Trajo la espada, es verdad, pero sembró este entorno de universidades que fueron centro del conocimiento. La primera el Colegio de Gorjón, en Santo Domingo, que no llegó a ejercitarse; la segunda, la Universidad de Lima, la de San Marcos; la de San Gerónimo de La Habana, tardía pero temprana para nuestra historia, en 1728.
Vasco Porcallo de Figueroa, quien se hallaba asentado en lo que es la tierra espirituana, se encontró ya mayor y cansado para partir a la conquista, y se dice que le llevaban los frutos maravillosos de la tierra de aquella parte de Cuba, y que cargado en una litera, le precedían sus mujeres indias y más de 350 hijos naturales que tuvo con ellas. Había nacido una nueva realidad. Las sangres se mezclaron y Rumiñahui, el gran héroe de la resistencia indígena en Ecuador, que había exclamado en una oportunidad que su tribu era grande y no les alcanzaría el cordel para atarlos, tenía sus poderosas razones. En definitiva, unidas las carnes, las sangres, las pieles, nació en realidad un nuevo mundo.
Cuando Bolívar consiguió su gran creación política, le llamó Colombia por Cristóbal Colón. Le restituye el nombre, cambiando aquél que en honor a Américo Vespucio, le había dado un cartógrafo alemán,7 cuando en realidad nadie sabe, todavía hoy, cómo se llamaría ese todo. Una parte era el Taguantinsuyo, otra parte el mundo de los Mechicas. Toda América era otra cosa, lo que Martí llamó más tarde, para ser más perfecta, Nuestra América.
La España que llegó a nosotros con Cristóbal Colón y que plantó las veintinueve cruces de las cuales hasta nuestros días la única que se conserva es la de Baracoa, era mestiza. El gran poeta Antonio Machado había expresado en unos versos inolvidables, refiriéndose a España, que se habían vertido en esa península cien pueblos desde el Peñón de Algeciras hasta las aguas azules del Cuerno de Oro.
Y África, desde el Cuerno hasta Guinea, vino en la multitud de sus pueblos. Como fueron naciones conquistadas, esclavizadas y vencidas, no sabemos cuántos príncipes, cuántos poetas, cuántos filósofos, cuántos Obbas, cuántos sacerdotes, cuántos guerreros vinieron. Sus nombres permanecen en el absoluto anonimato, pero formaron parte de esa nueva creación, de esa nueva fuerza que haría de nosotros un pueblo tan particular.
Bolívar, noble y aristócrata de cuna, libertador de América, cuando en la isla de Jamaica contempla aquella extraña multitud, medita y se refiere a que no somos españoles, ni indios y nos define como una especie de pequeño género humano.
Y eso es lo que veo hoy en esta sala: un pequeño género humano que celebra nada más y nada menos que medio milenio de existencia, pero no un día. Con razón mi predecesor Emilio Roig de Leuchsenring, señalaba que poco debíamos agradecer al tesonero conquistador nacido en Cuéllar, que había sido encargado por Diego Colón de venir a Cuba y hacer las fundaciones. Poco debíamos agradecer a Diego Velázquez o a Pánfilo de Narváez, que fueron más que enérgicos crueles. Guamá, Anacaona, Hatuey, Caonabo - llevado a España encadenado en un naufragio en el cual todo se pierde, incluyendo su propia vida -, son parte de la historia dolorosa de Las Antillas.
Pero he aquí que nosotros, no venimos de los acorazados conquistadores. Muchos venimos de los emigrantes, de los pobres provenientes de toda latitud de España. Venimos también del ejército adversario con el cual peleamos para alcanzar la carta de identidad de un pueblo verdadero que fue legitimada por nuestra lucha. Había que ser valiente para enfrentarse a una nación tan poderosa como aquella. ¿Quién lo hizo? El 10 de octubre (de 1868) Céspedes en La Demajagua. Venía de cuna noble, de Carrión de los Céspedes, en Andalucía. Rompió aquel día la cadena.
La rompió Ignacio Agramonte, ilustre también, noble, elegante, poderoso; su casa de Camagüey es la única que tiene dos plantas. Hermoso el gesto de Francisco Vicente Aguilera, el criollo más rico de Cuba. Hermoso el ejemplo de nuestro gran poeta José María Heredia, muerto en el exilio clamando por una patria que no había nacido todavía.
José Martí no fue hijo de cubanos viejos. Fue hijo de un español valenciano y de una madre canaria. En el patio de su casa el padre le vaticinó que no dudaría verle alguna vez luchando por su tierra. Y tuvo razón.
Y el doloroso debate que él mismo convocó como hombre de profundos sentimientos humanistas, cuando lo consideró absolutamente inevitable y fue para él necesario, lo hizo con el dolor de que fuese cuanto antes guerra generosa, rápida, y su primer pensamiento es a los españoles, pidiéndoles que entiendan las razones de Cuba, como él las había explicado con pasión en las cortes de España a Cristino Martos, durante su primer exilio: “Para Aragón, en España, / Tengo yo en mi corazón / Un lugar todo Aragón, / Franco, fiero, fiel, sin saña. / Si quiere un tonto saber - dice a continuación en el poema -, / Por qué lo tengo, le digo / Que allí tuve un buen amigo, / Que allí quise a una mujer.” Y cuando finaliza: “Amo la tierra florida, / Musulmana o española, / Donde rompió su corola / La poca flor de mi vida.”
Hijo de los grandes poetas del Siglo de Oro, habló el idioma para que nos sintiésemos orgullosos de nuestra lengua. Luchó bravamente, siendo la síntesis de todo lo bueno a que Cuba podía aspirar. Una síntesis que incluía todo lo que le había precedido en el tiempo. Supo dar una doctrina, un pensamiento, una idea, fundada no en el odio al español, sino en la necesidad de construir una patria en la cual ellos también tendrían un lugar si respetaban los derechos de un pueblo que, como España misma, había soñado y luchado tantas veces por su propia libertad.
De esa España, de África, de ese mundo perdido indígena, que corre todavía por nuestras venas, que he visto en el pelo hermoso y en el perfil altivo de las muchachas de Baracoa; de esa unión indestructible que pone por encima el espíritu sobre cualquier otro matiz, de ese que pone la honradez y la grandeza del alma y la consagración a la causa por la que hemos luchado tratando de encontrar la mayor cantidad de justicia posible, nace esta conmemoración.
Hoy, nosotros no queremos referirnos solamente a aquel día 15 de agosto del año 1511. Queremos hablar de 500 años que vimos hoy en la ofrenda de aquella gente sencilla que venía de los pueblos, trayendo el calalú, el bacán de plátano, el cucurucho de coco… que subían a la sierra para ofrecerle a Carlos Manuel de Céspedes, trayendo las jaibas extrañas, los frutos de la tierra, las bellezas y hermosuras de Cuba.
Ahora bien, el choque de las culturas fue mucho más amplio. Por vez primera, los obispos y el Papa mismo, vieron casullas y mitras bordadas con plumas de colibrí. Se asombraron las gentes de estas latitudes cuando llegó el cacao de México. Se asombraron siglos después cuando José Antonio Gelabert trajo el café a Cuba, para convertirlo en nuestra bebida nacional. Se asombraron cuando el rey permitió traer la primera colmena de abejas para poblar nuestros montes. Llegó la gallina de Guinea, el gallo jerezano, llegaron el toro y la vaca, el cerdo y la cerda, y todo eso pasando por Santo Domingo, y el plátano descendiendo de África hasta las Canarias, llegando a la isla La Española y saltando luego a Cuba.
Por eso cuando alguien afirma - y Miguel (Barnet) tenía razón hoy - qué simplificación es esa de decir que nuestra comida es solamente arroz, cerdo y frijoles negros; habría que decirlo, que en realidad es una adaptación de algo que no es nuestro. El arroz lo sembró Nicolás de Ovando por decreto en Santo Domingo y vino de las Filipinas españolas atravesando el mar hasta California y llegar hasta nosotros. ¡Y los cubanos no podemos vivir sin arroz! El frijol negro vino de México y de Centroamérica. Los primeros cerdos, hembra y macho, los compró Colón en Sevilla, y gracias a Dios que se multiplicaron.
Quiere decir esto que el mundo se simplificó, pero también llegaron y se intercambiaron las enfermedades. Los indios morían en masas porque no sabían soplarse la nariz, porque apareció por vez primera la gripe, o catarro, o moquillo, como quiera llamarse. Otros adquirieron de las relaciones prohibidas sin que se sepa todavía si vino o fue, la viruela o el mal francés, y todo lo que mermó las tierras de América, porque no habían anticuerpos ni preparación alguna para enfrentarse a lo uno y a lo otro.
Al final el conquistador fue conquistado. Al final amó tanto a esta tierra y la quiso tanto, que el hombre de África soñó con regresar alguna vez, como cuenta Alejandro de Humboldt y luego, consultados los tatas, los padres de los cabildos y los ancestros dijeron: esta tierra es también nuestra.
Y cuando en el cementerio chino Flor Loynaz encontró un verso escrito y extraño, pero hermoso como pocos, nos devolvió un acertijo: si las frutas de Cuba son tan dulces como las de China y si el cielo de China es tan azul como el de Cuba, qué importa entonces morir en China o en Cuba.
Cuba fue primero país, luego fue un sueño de patria en el verso ardiente de Heredia, de la Avellaneda y de otros, y finalmente, hubo un sueño de nación, por la cual luchamos tan fieramente que el general español Teófilo Ochando, nacido en Santiago de Cuba y asistente de Martínez Campos, el príncipe de la milicia española, llegó a decir: “como si con la sangre española hubieran heredado las cualidades instintivas de los guerrilleros , que tan pródigamente ha producido nuestra patria desde Viriato y Mina”,8 hasta Daoíz y Velarde. Lo cierto es que Mina sería fusilado luchando por la independencia de México y que los sacerdotes que sacralizaron la conquista se levantaron contra ellas con Montesinos, con Rentería, con Las Casas. Se convirtieron luego en soldados temibles con Hidalgo, con Morelos, con Matamoros. Se convirtieron en filósofos del pensamiento más avanzado, con el Padre Varela. Y de todo eso, grande y amplio, venimos.
Queridos y amados amigos,
Volábamos esta tarde y mirábamos el Tibaracón roto, por el cual quizás se abrieron paso los hombres de la Goleta Honor, aquel día de abril de 1895. En tierras de Guantánamo, Duaba, a la vista de Baracoa, el caudillo de los orientales, Antonio Maceo, desembarcó con los suyos y en lo alto de los montes, los disparos de su revólver 44 marcaron la señal de un debate que comenzaba.
En esos mismos escenarios de combate reconoció Antonio la bravura del hombre que había tenido la fe, contra todo pronóstico, de traer a Cuba aquella expedición: el Mayor General Flor Crombet. Al sentir los fogonazos de su fusil en el monte, tras la emboscada tendida por fuerzas enemigas en la loma de Alto de Palmarito, aseguró: ese que se bate es Flor.
Fue Playitas de Cajobabo, al este de Baitiquirí, en Guantánamo, la tierra por la cual, aquel otro día glorioso, el 11 de abril de 1895 - un día después de que se conmemorara la gran utopía democrática del pueblo cubano, la Constitución de Guáimaro -, tocaron tierra los hombres encabezados por Máximo Gómez, a quien Martí había advertido solemnemente en Santo Domingo antes de conminarlo a participar en las luchas independentistas de Cuba: “…no tengo más remuneración que brindarle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres.”9
Es por eso que es hermoso volver a Baracoa en este día. Es hermoso encontrarnos pensando en aquellos que tuvieron fe en medio de la noche oscura, tocando las puertas de los conjurados y llevándose a Félix Ruenes con sus compañeros, a salir al camino de los recién llegados. Fue Periquito Pérez, nacido del seno de una familia contradictoria, como lo había sido su propia vida, el salvador de los expedicionarios, el que los encuentra, el que se los lleva, el que los arma, el que los levanta.
Es por eso que, hasta el día de hoy, podemos reunirnos en el seno de este pueblo noble, que se ha vestido con sus mejores y más modestas galas, para recibir este quinto centenario. Son cinco siglos de historia y de acumulación. Escuchamos a los jóvenes recitar poemas ardientes. Escuchamos La Bella Cubana de Joseíto White, que complacía a Martí en el exilio. Hemos escuchado en estos años de lucha y de Revolución las palabras de El Apóstol que nos repite al oído: luchemos por alcanzar la mayor cantidad de justicia posible.
Por eso es por lo que hemos luchado. Por alcanzar la mayor cantidad de justicia posible. Ellos, los españoles que están con nosotros representados hoy en la persona de su embajador, comparten con nosotros también, allá, en la raíz profunda de su pueblo, las cosas que engendraron en nuestros corazones. Ellos fueron los que trajeron a los obreros anarquistas que fundaron los sindicatos.
Fue un español el fundador del Partido Comunista de Cuba junto a Julio Antonio Mella. Fueron españoles aquellos que desertaron de su propio ejército para abrazar al pueblo cubano y servir a España por deber, y a Cuba por amor. Ellos son los gallegos fareros como el que estaba en Maisí o Machado que estaba en lo alto de El Morro, o son los pescadores gallegos que acostumbrados al Cantábrico, pescaron en las costas de Cuba enseñando a nuestros pescadores los misterios del mar. Fueron esos rudos batalladores los que se encontraron finalmente, con que sus hijos habían crecido. Y que fueron capaces de continuar la guerra que en las aguas de Santiago, un funesto 3 de julio de 1898, perdió una Armada10 contra un infinito enemigo superior.
Esa batalla antiimperialista y antiyanqui, la hemos continuado porque llevamos en la sangre nuestra la de Guamá y la de Hatuey; la sangre de los esclavos redimidos que lucharon y combatieron hasta convertirse en los grandes titanes, como aquel Salvador Colomón, de Bayamo, que descabeza al pirata francés Gilberto Girón, y que se convierte en el poema de Silvestre de Balboa, en el primer canto de gesta de nuestra historia.
Nosotros somos vuestros hijos. Hemos crecido, eso sí, en un mundo diferente. Hemos soñado con una utopía. Hemos creído en la necesidad de recorrer nuestro propio camino, nuestros propios extravíos, de alcanzar nuestras propias experiencias y fundar una patria nueva en este continente preñado todavía de injusticias y de pobreza, en nombre de la libertad.
Por eso es que nos hemos reunido 500 años después. Bendita sea la tierra de Baracoa y su gente guapa, bonita y juiciosa. Bendita sea la santa cruz que hoy quedó expuesta al pueblo de Baracoa como Monumento Nacional de la República. Es parte de nuestra sangre, de nuestra cultura, de nuestra verdad, de nuestra singularidad, de nuestra esperanza.
Por eso, cuando el obispo11 hablaba de los 400 años de la Virgen de la Caridad, decíamos, eso ocurrirá ya muy pronto. ¿En dónde? En la bahía de Nipe. ¿En qué circunstancias? En medio de un temporal. ¿Quiénes la hallaron? Tres. ¿Dónde iban? En una barca. ¿Qué buscaban? Sal, que es la sal de la vida, la sal de la esperanza, la que le da sentido a las cosas. ¿Qué hallaron? Una blanca paloma, una niña dormida. ¿A dónde la llevaron? Al Hato de Barajagua. ¿A dónde fueron? Al Real, de esclavos del Rey en las minas de El Cobre, cerca de Santiago de Cuba. Y aquí se convirtió, mulata, en la realidad de nuestro pueblo mestizo. Y que la hayan encontrado tres Juanes, un blanco, un negro y un español, o dos inditos transculturados que ya hablaban el idioma, indica que la Virgen es Cuba, que la barca es Cuba, que vivimos en el ciclón y que en la barca van las tres sangres sin las cuales no podemos de forma alguna explicar esta historia.
La explicamos en español, pero no podemos explicarla sin África, no podemos explicarla sin ese mundo maravilloso que florece en nosotros y que solamente puede expresar - únicamente - la poesía.
Muchas gracias.
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