Mi década prodigiosa
Por Ricardo González
Por Ricardo R. González
Ilustración: Alfredo Martirena
Ya no corren aquellos años de Los Beatles ni de los Rolling Stones. Muchas olas se han llevado las Rosas en el mar, de Massiel, y tampoco Raphael grita a los cuatro vientos Yo soy aquel, mas, aunque la música pase, hay conductas y detalles que no pueden languidecer como las canciones de una época.
Y es que a veces la cortesía parece una historia tan pasada que trata de redescubrir sus coordenadas. ¿Qué experimentamos al ceder el paso a alguien y ni siquiera recibimos el único vocablo que suena tan bonito como gracias?
¿Cuántas ocasiones encontramos a un grupo de personas en las estrechas aceras inmerso en una tertulia interminable, y hasta se molesta por la irrupción de alguien que necesita pasar?
¿Dígame algo sobre esos transeúntes inquietos por la hora, y luego de obtener la respuesta ni existe un mínimo indicio de agradecimiento?
En medio de todo es inaudito que en la era de la computación o de los teléfonos celulares —muchos a manera de exhibición y con (re) mínimo uso, vivamos un marcado retroceso en el arte infinito de la oralidad que nos lleva a responder con clásicos monosílabos o al despliegue de un lenguaje anémico y casi mímico.
Recuerdo por los años 80 a aquella señora regordeta, con algunos calendarios en su anatomía, que trabajaba en el servicio de información de la Terminal de Ómnibus de Varadero. Por entonces radicaba en la calle 13, allá en los bajos del edificio Conraforte. Tenía una colección de minipancartas, con figura de pencas, en las que consignaba las horas de salida de cada guagua hacia los diferentes destinos.
Usted preguntaba por el horario de La Habana o Santa Clara, y sin mediar palabras enarbolaba el cartón correspondiente en un ejercicio de ahorro del lenguaje sin precedentes.
Jamás pude saber su nombre ni si su voz era grave o aguda… Y lo triste resulta que aquella imagen silente se traslada a no pocos lugares en este 2010, del pleno siglo xxi, aunque, por supuesto, sin el uso de aquellas pencas varaderenses.
Y qué decir de otras de las formas más visibles de (in)comunicación protagonizadas por aquellos que van en carros «estaticulares», y en ese momento no conocen a nadie.
Contémplelos en una gama diversa… Envueltos más que nunca en una seriedad ficticia, sacan agendas o informes para evadir el saludo, recurren al aparatico telefónico, se consagran de una manera ejemplar al volante, mantienen la vista fija como el perfecto maniquí, o entablan una conversación momentánea con el chofer para hacerse de la vista gorda.
¡Cuántas escenas de este tipo observamos a diario en las que también, en ocasiones, los conductores son quienes asumen el rol protagónico! Al final, yo me sonrío por esas sobreactuaciones desmedidas y por el enorme trabajo que pasan. Quizás, tengan una espiritualidad tan vacía que olviden que «toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz», y que los cargos directivos tal y como llegan también un día se marchan.
Lo que conduzca al mejoramiento humano merece examinarlo, y en tiempos tan difíciles como los actuales abonar el alma de los demás y convertirnos en personas gratas y deseables constituye algo necesario y útil.
De nada valen opulencias materiales ni jerárquicas si el sostén verdadero de un ser humano, como son sus valores y principios, en algunos casos cuelgan y se tambalean porque hay tantos errados que no han sabido sembrar su cosecha ni regarla con ese manantial que la gente agradece.
Por supuesto, hay múltiples y valiosas excepciones. Muchos jóvenes y no tan jóvenes mantienen vivos los buenos modales, valoran hasta el mínimo detalle, y le propician a sus semejantes la dicha de sentirse terrícolas plenamente realizados.
No son los tiempos de aquellos íconos de la Década Prodigiosa, en la que tuve la suerte de inscribir mi adolescencia, ni tampoco pretendo que mi sobrino, estudiante de preuniversitario y su generación, compartan mis gustos cuando ellos viven la etapa del reguetón, de Tito el Bambino, Ricardo Arjona, o de Rakim y Ken-y.
La vida no puede enquistarse porque carecería de dialéctica, pero las costumbres y hábitos no son de instantáneas ni momentos. Aunque pudieran ajustarse a épocas, perduran, alimentan, y se enriquecen de aquella columna vertebral que por tradición los sostiene.
Por eso es de sabios buscar, como Karina, en El baúl de los recuerdos, aunque ya no suene ni su mismísima intérprete, y abogo por proteger esos detalles de por vida que nos hacen espiritualmente grandes a fin
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