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A mi Entender

La bondad lleva nombre de Marta

 Este 13 de noviembre, cuando se cumplan 170 años de la llegada al mundo de Doña Marta Abreu de Estévez, sus hijos, los más queridos la recordarán casi como a una santa y los embelesos que rodean su estatua en el Parque Vidal lucirán un azul intenso con marcados matices de ternura.

Dicen que de pequeña, Marta se quitaba sus vestidos para dárselos a los hijos de esclavos en el central Dos Hermanas, que pertenecía a su padre y está allá, cerca de Calabazar de Sagua; cuentan que con un carácter firme fue ayudante decisiva de las Guerras de Independencia en el centro de la Isla.
  
Pero en Santa Clara la niña bondadosa y la joven altruista, devenida en mujer descomunal, son imágenes recordadas por actos de fe más descollantes; pudiera decirse que si la Caridad del Cobre es la Patrona de Cuba, Doña Marta Abreu de Estévez lo es de esta urbe que late en las entrañas de la nación.
  
Y hubo un tiempo en que las recién nacidas llevaban su nombre, una realidad que aún hoy persiste, a pesar del embate de tendencias un tanto “renovadoras”; una época en que las calles se llamaron como ella y las escuelas y los policlínicos y la universidad. Todavía lo hacen.
  
En la ciudad su huella es palpable allende los años: los nativos y visitantes conocen la historia fundacional de la matrona que erigió en 1885 un teatro para socorrer a los pobres, bautizado como La Caridad y que se mantiene inalterable como coloso de la cultura.
  
Están las antiguas construcciones en las márgenes del río Bélico que, aún convertidas a otros menesteres, los transeúntes nombran como los lavaderos de Marta Abreu.
  
Marta trajo, además, el alumbrado eléctrico a Santa Clara en 1895, sostuvo escuelas gratuitas para la instrucción primaria, desde la lejana fecha de 1878; y regaló a los niños necesitados un dispensario en pos de aliviarles sus dolencias.
  
Dicen que era una mujer poco expresiva, seria, modesta, que no le gustaban las alabanzas a sus obras, quizás porque las veía parte de su deber o porque su naturaleza, en extremo filántropa, no distinguía en sus hazañas más que cotidianidad.

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