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A mi Entender

La evolución en una Revolución no es pragmática, no es reformista.

Enrique Ubieta Gómez
Sé que corro el riesgo de ser calificado de perogrullesco, pero considero que es importante despejar en lo posible ciertas dudas terminológicas. Todo proceso revolucionario evoluciona –ninguna década en Cuba ha sido exactamente igual en los últimos cincuenta años, a veces las diferencias son significativas: los 60 y los 70, por ejemplo, o los 80 y los 90--, porque la Revolución es un proceso vertiginoso de transformaciones históricas que no se extiende indefinidamente en el tiempo. Una Revolución, sin embargo, establece una nueva estructura de poder revolucionario, sobre la cual el país debe avanzar en lo adelante.
 Por eso se habla de la Revolución como de un hecho que trasciende a la propia Revolución: la Revolución cubana es la realidad –nuevas relaciones de producción y en lo posible y deseable, nuevo sistema de valores, nueva cultura--, que creó la Revolución de 1959 (fecha simbólica, por ser el momento de la toma del poder, pero que tiene un antecedente de lucha armada, en el caso cubano, y una intensa etapa posterior de varios años que no es mi propósito ahora determinar). Entonces, cuando nos referimos hoy a ella lo que tenemos en mente no es el proceso violento e inicial de transformaciones, sino la nueva realidad, más o menos estable, y en permanente evolución, resultante de aquellas transformaciones.
 El hecho de que sigamos refiriéndonos a ella como Revolución se explica porque sus resultados sobreviven a contracorriente en un mundo hostil, que hace todo lo posible por revertir lo conseguido (bloqueo económico, permanentes campañas mediáticas, “posiciones comunes” de estados imperialistas, actos terroristas): no son conquistas universalmente aceptadas, que puedan aspirar a consolidarse en un estado de Normalidad.
La evolución es consustancial a cualquier organismo vivo, y la sociedad cubana lo es. Por lo tanto no existe contradicción entre esos dos términos: revolución y evolución. La Revolución debe aceptar esa evolución y facilitarla, porque es condición de su sobrevida. ¿Dónde puede sin embargo aparecer la confusión?
 En la mirada del sujeto revolucionario, sea la de un individuo, o la de una colectividad. Un revolucionario no se limita a observar o a interactuar con la realidad inmediata concreta que lo rodea –no “insectea por lo concreto”, según las palabras de Martí--, busca explicaciones y soluciones globales y radicales, en el sentido de que vayan a la raíz de los problemas.
 Un revolucionario nunca es reformista: la evolución no compromete su visión radical del mundo. Un revolucionario nunca es pragmático: es realista, sabe cuando lo imposible es posible, porque es capaz de diferenciar lo aparente de lo real. Vuelvo a Martí, que al escuchar a un compatriota decir que en la atmósfera del país no se apreciaba una efervescencia revolucionaria, respondió: yo no hablo de la atmósfera, hablo del subsuelo.
Por lo tanto, si auspiciamos y favorecemos la evolución –lo que significa decir, si aceptamos lo inevitable--, como condición de vida, ello no implica que renunciemos a nuestra condición de revolucionarios. Existe, es parte de la perenne lucha entre revolución y contrarrevolución, quienes aspiran a “socialdemocratizar” la sociedad cubana, en lugar de construir una democracia socialista más profunda, más auténtica. Los revolucionarios, concientes de los cambios que debemos y queremos implementar, no nos confundimos.

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