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A mi Entender

Una princesa sin zapatillas en La Habana

Escrito por  Yuris Nórido / CubaSí
Una princesa sin zapatillas en La Habana (+ FOTOS)FOTOS: DEL AUTOR
El Ballet de Montecarlo protagonizó uno de los acontecimientos escénicos del año en Cuba. Su Cenicienta deslumbró al público, por esa maravillosa mezcla de poesía y contemporaneidad…

 


Nadie puede decir que el público cubano no sabe de ballet, teniendo en cuenta de que en este país contamos desde hace unas cuantas décadas con una escuela y una compañía de sobrado reconocimiento internacional.


Pero por estos lares estamos acostumbrados a una manera muy particular de hacer el ballet, muy apegada a la gran tradición clásica, “sazonada” por el espíritu nacional, pero sin rupturas abruptas de eso que llamamos la convención, nuestra convención.


Vamos a decirlo rápido y mal: en Cuba se sigue bailando —hasta cierto punto— el mismo ballet de hace medio siglo.


Por eso sorprenden, muy de cuando en cuando, las visitas de grandes compañías extranjeras: abren una ventana que para buena parte del público —ese que nunca ha asistido a teatros en el extranjero o no son televidentes habituales del programa La danza eterna— reserva hallazgos insólitos.


Una Cenicienta sin zapatillas, por ejemplo.


El Ballet de Montecarlo debutó en La Habana con su puesta de ese clásico universal, una coreografía de Jean-Christophe Maillot estrenada en 1999. Fueron solo tres funciones en la sala Avellaneda del Teatro Nacional, como parte del Festival de Teatro de La Habana, pero bastaron para marcar un hito en el panorama escénico nacional.


Con esta pieza, la compañía del Principado de Mónaco hace honor a un acervo que Walt Disney y ciertos editores decimonónicos habían diluido en sus versiones de tantos cuentos “infantiles”.


Para muchos de nosotros Blancanieves, La bella durmiente y Cenicienta son simplemente historias de azucarado romanticismo, postales del amor puro e idealizado… Pero muchos de esos relatos, en su esencia, preservan la semilla de lo grotesco y lo estrafalario.

La Cenicienta del Ballet de Montecarlo rompe con muchos lugares comunes e incluso con la más rancia tradición: la celebérrima zapatilla de cristal es sustituida por un brillo dorado sobre los pies descalzos de la protagonista.


De esa manera se instaura una metáfora poderosa, y al mismo tiempo, de singular calado poético.


La coreografía presume de un lirismo por momentos insólito, “contaminado” por golpes de hilaridad o chocante desembarazo.


Puede que la línea danzada se fragmente aquí y allá, que las rutinas despedacen por momentos la fluidez de los adagios clásicos… pero la poesía se hace cuerpo, en buena medida gracias al sólido edificio dramático.


El primer acto pudo parecer demasiado largo y prolijo (hay cambios en la historia “original” que ameritan una lectura detenida del programa); aunque fue notable aquí la pretensión de burlarse de los convencionales cuentos de hadas.


Hay una escena en la Cenicienta es testigo de una escenificación de la historia una y mil veces contada, la que nos sabemos todos casi de memoria. Todo para que los personajes terminen por ridiculizarla antes sus ojos y los del público.


Los dos actos finales son entramados sólidos, en los que la danza deviene elemento narrativo sin excesos en la pantomima. Hay imágenes de elegante simbolismo, resueltas con ejemplar economía de recursos escénicos.


Brillante el cuerpo de baile en sus ejecuciones; todo el elenco parece animado por el mismo impulso: llama la atención la gran homogeneidad de los bailables.


Llama la atención la exquisita caracterización de los personajes principales, especialmente la madrastra, la peculiar hada madrina (que evoca una y otra vez a la madre muerta) y el padre de Cenicienta.


El ballet rompe una y otra vez la pauta neoclásica con golpes de chispeante contemporaneidad; asume —y de paso estiliza o “deforma”— poses y dinámicas de la cotidianidad, de manera que el público se puede identificar perfectamente con la trama.


Del diseño escenográfico, de vestuario e iluminación ameritarían un artículo completo: minimalistas y funcionales, hermosos en su esencialidad.


Las largas ovaciones al final de las tres funciones fueron testimonio del extraordinario impacto sobre los espectadores. Gracias a esta Cenicienta muchos de los que asistieron a las representaciones se fueron a sus casas convencidos de que el ballet reserva todavía un campo infinito para el descubrimiento.


Y sin perder la elevación que uno espera de un clásico del ballet, aunque la protagonista esté todo el tiempo descalza.

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