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A mi Entender

Premiados ganadores del Concurso de Crónicas “Miguel Ángel de la Torre”

 
Los premios se entregaron en el escenario natural del Jardín Botánico cienfueguero.

Los premios se entregaron en el escenario natural del Jardín Botánico cienfueguero.

El Encuentro Nacional de la Crónica “Miguel Ángel de la Torre” acaba de concluir en su permanente sede cienfueguera con la entrega de los premios y menciones del concurso que convoca anualmente.

A continuación, Cubadebate le ofrece el acta del jurado que examinó las numerosas obras contendientes:

ACTA DEL JURADO

Luego de leer,  escuchar y visionar las 145 obras presentadas a concurso, el jurado presidido por Luis Sexto e integrado por Omar George Carpi, José Jasán Nieves, Ramón Lobaina, Alina Perera y Eduardo Montes de Oca, considera que las mismas reflejan de manera muy representativa la realidad del género en el país.

Junto a exponentes dignos y con valores en su elaboración llegan también creaciones que denotan falta de claridad en la definición del género y una notable tendencia a confundirlo con la reseña o la evocación histórica musicalizada de figuras y sucesos.

Pudo apreciarse también el infrecuente empleo de los recursos que cada medio y lenguaje específico ofrecen a sus creadores; pues resultó inhabitual encontrar obras radiales y televisivas donde junto a la palabra, el sonido, las imágenes y el silencio completaran puestas en escena mejor consumadas.

No obstante, en el conjunto de obras varias mostraron la existencia de cronistas curtidos y también la paulatina presencia de nuevos cultores con olfato y estilo para contar historias. 

Tras las deliberaciones, este jurado determina por unanimidad:

Finalistas  

A los cuales expresa un reconocimiento por haber llegado a la final del concurso: 

1. Dejemos que se nos vaya el tren, de Yoelvis Lázaro Moreno.

2. El beso de Lina, de Nyliam Vázquez García.

3. Generaciones cansadas, de Yunier Riquenes García.

4. Habanas, de Nelson González Breijo.

5. Lucía, de Carla Colomé Santiago.

6. El viejo lugar, de Adriana Castillo González.

7. Mil crónicas para el decano, de Yandrey Lay Fabregat.

CATEGORÍA: Prensa escrita

Por sus valores sugerentes en el lenguaje y la emotividad, el jurado decidió otorgar menciones a: No quiero soñar, de Sayli Sosa Barceló, de Ciego de Ávila, y a Un día cualquiera del vendedor, de Melissa Cordero Novo, de Cienfuegos.

Además, por  el dominio y la capacidad de contención que ambos autores demuestran en la evocación de sus abuelos, sin que se note ninguna concesión al sentimentalismo, el jurado decide otorgar un Segundo premio compartido a: Huérfana de muñecas, de Leydi Torres Arias, de Villa Clara, y El Yunque, de Jesús Arencibia Lorenzo, de Juventud Rebelde

Por sus valores estilísticos que confirman que la crónica es un enunciado que se mueve entre el periodismo y la literatura, donde lo emotivo es el hilo conductor de la historia, el jurado otorga el Primer premio  a Las rosas de Eulalia, de José Aurelio Paz, de Ciego de Ávila.

CATEGORÍA: Estudiantes de Periodismo

El jurado decidió otorgar el Segundo premio a Un hombre de verdad, de Carlos Manuel Álvarez, por la originalidad expresiva con que se acerca a una figura del béisbol, eludiendo los lugares comunes.

El jurado eligió entre los numerosos concursantes en este acápite, como Primer premio, a: 90 millas, de René Camilo García Rivera, en una breve y contenida crónica que se mueve original, chispeante y sugerentemente en el costumbrismo activo.

CATEGORÍA: Digital

El jurado otorgó el premio a Los locos y las puertas, de Reinaldo Cedeño. Esta crónica confirma que nunca será suficientemente encarecido que los post digitales exigen el mismo tino, la misma capacidad de selección estilística que los textos para otros soportes. Lo que caracteriza a esta crónica, además de la sensibilidad y la economía de medios para articular su historia, es el respeto por la libertad que un blog personal suele entregar a sus autores. Libertad que, como ya hemos dicho, nunca autorizará el descuido.

CATEGORÍA “CRÓNICAS DEDICADAS A JOSÉ MARTÍ”

PREMIO: “La infancia de un líder”, de Miguel Ángel Montero (CMHW, Villa Clara).

Por la original ubicación del motivo en un momento primigenio del Héroe Nacional cubano, escritura enriquecida en su comedimiento y el acertado empleo de recursos radiofónicos en la conformación de la imagen sonora cronicada.

CATEGORÍA RADIO

MENCIÓN: “Añoranza”, de Suled López Benítez (Aguada Radio, Cienfuegos).

Por la evocación íntima de una historia de vida valiosa y enaltecedora de un oficio que no por humilde deja de representar una importante función social; y por el apropiado empleo de varios planos sonoros para enriquecer la narración.

PREMIO: “90 años de la radio cubana”, de Miguel  Ángel Montero (CMHW, Villa Clara)

A través de una apretada e intensa síntesis recrea la historia de la radio cubana con lenguaje propio del género y no solo evoca referencias textuales a la presencia ineludible del medio en nuestra sociedad, sino que aprovecha con certeza dramatúrgica las referencias sonoras identificativas de momentos esenciales en todo el devenir de las ondas radiales dentro de nuestro país.

CATEGORÍA TELEVISIÓN

MENCIÓN: “Detalles”, de Marleydi Muñoz Fleites (Perlavisión, Cienfuegos).

Por la valiosa llamada de atención sobre rasgos, escenas, fragmentos de ciudad que por habituales suelen pasar inadvertidos ante los ojos humanos, acompañada de una excelente fotografía que impulsa la obra de la cronista.

PREMIO: “Rocas”, de Ismary Barcia Leyva (Perlavisión, Cienfuegos).

Con mano experta se manejan aquí los recursos audiovisuales, en especial la fotografía, para rescatarle a la crónica su espíritu inicial de historia de peripecias, descubrimiento y viaje. A partir de la subjetividad de la mirada, esta obra revela emociones ante el paisaje y descubre valores ecológicos y patrimoniales apartados en la oscuridad cavernaria.

Para que así conste lo firmamos en la ciudad de Cienfuegos, a los  12  días el mes de noviembre de 2012, “Año 54 de la Revolución”.

TEXTOS PREMIADOS EN PRENSA ESCRITA

Primer premio: “Las rosas de Eulalia”

José Aurelio Paz

Las rosas de Eulalia eran sagradas. Las quería como sus niñas consentidas y las mimaba, diariamente, echándoles agua con un jarrito de la cocina, todo agujereado, que era su regadera.

Fue a la primera persona que oí decir, en mi infancia, que las flores no se arrancan. Que nacieron para provocar y romper, con su intensidad de colores, el verde parejo de las plantas.

Tan católica como fue, a su manera, afirmaba que cortar una sola era pecado. Que aunque al oído humano no le había sido otorgada la gracia de escucharlas, ella sentía, aún dormida, el gemido de sus rosas, cuando un enamorado pasaba y las raptaba de un criminal jalón, y se las llevaba sin permiso. Corría, entonces, a la ventana y era cuando, únicamente, se le escuchaba decir una palabrota escapada de sus sagrados labios.

Éramos como moscas ante el dulce. Eulalia se sentaba en las tardes a mirar su rosal y los chamas sucumbíamos, embobados, a sus historias. Una especie de Sheherezada de barrio sentada en su taburete, hecho con el cuero de la única vaca pinta que tuvo su abuelo. Semianalfabeta, parecía ungida por toda la sabiduría del mundo que otorga un día tras otro, cuando se va con los ojos bien abiertos y la virtud prendida al pecho.

Afirmaba que no era una barbaridad decir: «La mata del patio está parí ‘a», porque era ella testigo del dolor y alegría con que la piel del tallo se iba rompiendo para que, primero, naciera un puntico verde y abultado y, después, un capullo que provocaba, finalmente, una falda arrolladora de vuelos teñidos de un perfume que no ha existido perfumador que imite con total exactitud.

Cada rosa, para ella, tenía su nombre y su historia. Creo que llevaba, a punta de lápiz en una libreta vieja, la fecha de nacimiento de una y otra. Las bautizaba sin más agua bendita que la del pozo de su patio de tierra. Tristeza le llamaba, por sus intensos tonos ambarinos, a una que parecía una doncella china tomando el té de la tarde. Quinceañera, a la rosada de pétalos, cual vestido de tul para su fiesta. Zalamera, a la punzó, como si estuviera a punto de bailar sobre un «tablado de corazones», con sus zapatos de tacón y cuero, y su mantilla roja. Revoltosa, a la que era matizada y sus hojillas se enredaban, unas con otras, como la cabecita de rizos de Pilar cuando se fue a la playa «por la calle del laurel…».

Las únicas que no le gustaban eran las de injerto. Les recordaban al aya de la francesa que «se quitó los espejuelos»; cuando las rosas comunes nacen en ramilletes, como bulliciosas lavanderas que van al río a lavar su ropa, sin otro jabón que su aroma natural blanqueando el alma.

Dos veces al año, Eulalia se restregaba las manos, nerviosa, en su delantal. Digo que ella era, también, una rosa blanca o la rosa-madre que no pudo tener hijos propios y por eso nos consentía. La noche anterior afilaba su tijera para que doliera menos sobre el cuello de sus «muchachas». Decía que hacerlo con un cuchillo o a mano limpia era la mayor vileza del mundo.

En la mañana nos tenía, silenciosos, frente a su imponente rosal blanco, el más puro, que era un mausoleo a la ternura. Nos examinaba como a su tropa especial. Revisaba que los zapatos, aunque tuvieran un roto o un zurcido, fueran espejos. Inspeccionaba nuestras uñas como general a su infantería. Miraba detrás de las orejas «por si las moscas» crecía allí, escondidito, un inaudito boniatal. Y solo entonces comenzaba el rito.

Primero echaba un reza’o. Pienso que era pidiéndoles perdón a las rosas por el crimen, o quizá diciéndoles que era esa la única manera digna de morir para las flores. Solo entonces colocaba el filo junto al tallo. Cerraba los ojos. Suspiraba. Y se sentía el metálico ¡chaz! de su tijera, mientras iba colocando los tallos con su corola, uno a uno, en nuestras pequeñas manos.

Terminada la faena, sonreía con resignación, pero con gusto. Nos miraba a los ojos para descubrir, allá en lo profundo, el hombrecito o la mujer que seríamos mañana, y el tipo de aroma que tendríamos luego. Y nos íbamos a la escuela con un único recado, que nos gritaba recostada a su cerca, todavía, cuando la distancia nos iba haciendo chiquiticos hasta desaparecer en su agridulce mirada.

«¡Ah, díganle a Martí que las cultivo para él en mayo como en enero! ¡Díganle al José de la calle Paula, que lo amo mucho!».

Segundo premio: “Huérfana de muñecas”

Leydi Torres Arias

El día que mi abuela me contó sobre su infancia yo miré mis muñecas y por primera vez no quise tener tantas.

Ella, que había jugado con botellas vestidas y que amarraba de un cordel un pedacito de madera para que sus hermanos jugaran con «carros» Yo, que tenía una decena de muñecas, me sentí torpe.

A mi abuela la pobreza no la dejó titubear entre destinar un centavo para un refresco de cola o comprar una cabeza de ajo para la comida. Su juego de «las casitas» fue más real que el mío. Cuando terminaba la escuela se iba a envolver caramelos a una dulcería a cambio de 40 centavos mensuales.

Dice que cada inicio de año las tiendas se llenaban con juguetes nuevos, para que los «reyes magos», luego de recoger las cartas de los niños, fueran a comprar los regalos que ella y sus hermanos habían visto desde las vidrieras.

La escuché, pero no pude conocerla antes para darle mis muñecas.

Años después leí por primera vez Los miserables y también por primera vez un libro me conmovió. Comprendí por qué cuando Jean Valjean conoció a la pequeña Cosette decidió comprarle una muñeca.

La muñeca -escribió Víctor Hugo- es una de las más imperiosas  necesidades y al mismo tiempo uno de los más encantadores instintos de la infancia femenina… El primer niño es la continuación de la última muñeca. Una niña  sin muñeca, es casi tan desgraciada y enteramente tan imposible como una madre sin hijos.

Yo tuve muchas muñecas. Trigueñas, rubias, mulatas, de vestidos rosados, amarillos. Algunas, solo algunas  tuvieron nombres.

Esos juguetes los conservé hasta hace unos años. No quería desprenderme de ellos. Guardé un conejo azul de algodón al que tuve que coser muchas veces, porque se le abría una herida cada vez que lo lavaba. Y otros muñecos viejos que me devolvían los olores de mi infancia. Los demás los regalé a una prima  y a Camila, una niña que a cada rato iba a mi casa a pedir una lata de arroz.

Esa niña me recordaba a mi abuela. Pequeña, menuda, pobre y con hermanos más pequeños.

A mi abuela solo pude escucharla. No pude enviarle muñecas 50 años atrás, ni darle otro centavo para un refresco. No pude. Pero Camila no tendrá que jugar con pomos. Ella no le contará a sus nietas que alguna vez fue huérfana de muñecas. Ella podrá ponerle nombres a las que un momento fueron mías.

Segundo premio: “Yunque”

Jesús Arencibia Lorenzo

De tanto «mandarriar» sobre el yunque de la herrería, el Viejo casi perdió el yunque de su oído. Pero la sordera nunca le ha provocado hablar alto, más bien se ríe por lo bajo, pícaramente, entendiendo lo que puede y contestando siempre lo más amable.

Herrero, carbonero, chofer de guaguas, agricultor, ambulanciero, reparador de botas, mecánico… Su tesón, única lumbre desde que con siete años, huérfano, comenzó a ganarse la comida en un molino, ha alcanzado no sé cuántos títulos. Puede que no tocara más letras que el abecedario del monte, pero con ellas ha escrito la honradez diaria sin faltas de ortografía.

Peso sobre peso juntó para su casa: escogió los ladrillos más firmes, la placa más gruesa, y albañileó él mismo, que para aprender jamás tuvo miedo. Faltó el agua y cavó un pozo. Vinieron ladrones y levantó una cerca. Tuvo tres hijos, y les enseñó el ancho de la guataca y la largura del surco, para que sacaran clarita la matemática del decoro.

En su vista de tramontar imposibles, todas las cosas se resuelven, «con el tiempo y un ganchito». Y cuando algo sale mal, no importa, esos son «gases del oficio».

Por ahí andan sus fotos, de lustre y simpatía, con la piel india, la sonrisa fácil y el pelo lacio negrísimo. Algunos le recuerdan saltarines romances, mas el amor por su Vieja, con la que lleva 56 años, ha rozado los límites de la devoción. Cierto día reciente, se la encontró en el suelo, tras un buen rato, pues no oía los gritos. La levantó, salió desesperado a conseguir ayuda y aprendió a llorar del tiro.

«Ya voy en 83 noviembres», me dice, en la sala del hospital donde busca alivio para varios achaques. Puede que sea de operación y largo tratamiento, pero él duerme tranquilo. Y ante la duda, aprieta mi mano con su puño de mandarria. Ya ves, sonríe, «estoy duro… como un trapo».

TEXTOS PREMIADOS EN LA CATEGORÍA ESTUDIANTES

Primer premio: “90 millas”

René Camilo García Rivera

Los cubanos no nos identificamos con esta unidad de medida. Será acaso porque en la infancia los profesores nos enseñaron el kilómetro para calcular las grandes distancias. “Cien centímetros son un metro, y mil metros son un kilómetro“, nos decían. Y así crecimos con este razonamiento.

A la milla la ignorábamos. Nunca la hemos tomado en serio. ¿Para qué emplearla si nos basta nuestro método? Además, nos resulta un poco “imprecisa”. Una milla son 1609 metros, cifra nada especial. Así, el kilómetro se coronó en esta Isla como “rey de las medidas”. Su hegemonía se extendió a cada instante en que fuera preciso calcular trechos de gran envergadura.

Pero la milla no murió. Aún representa mucho para los cubanos, sobre todo si le anteponemos el número 90. Esta combinación es la única que comprendemos más que su equivalencia en kilómetros. Pregúntenle a cualquier paisano la distancia con los Estados Unidos y la respuesta automática será: “90 millas”; pregúntenle cuántos kilómetros son y se encogerá de hombros.

 No obstante, existe una porción de nosotros que puede responder sin dificultad la pregunta. No porque seamos eruditos ni duchos en las matemáticas, sino porque el béisbol nos lo ha enseñado. Muchas veces los apasionados de este deporte nos vemos forzados a dominar esa conversión, y no precisamente por afán de conocimientos, sino por necesidad, para comprender mejor lo que vemos.

Como la mayoría de los aficionados disfrutamos las rectas veloces, y las entendemos así si son superiores a 90 millas por hora, nada más el pitcher suelta la pelota hacia el home posamos la mirada en el velocímetro. Pero cuando el equipo nacional compite en el extranjero, a veces la televisión nos juega una mala pasada, pues la velocidad es medida en kilómetros y no en millas; para esas ocasiones tenemos una fórmula infalible: 90 millas, son 145 kilómetros.

Solo que no suena igual. Las 90 millas nos son familiares; sobre todo desde el último medio siglo. En los años 1980 y 1994 fueron la distancia más anhelada por decenas de miles de cubanos. ¿Cuántos de ellos habrán soñado con volar en una recta del camagüeyano Juan Pérez Pérez, y así llegar en menos de una hora a su destino?

Esas palabras tienen la magia de provocar diversas emociones. A algunos les evoca el triunfo; en 1970, cuando ganarle a los americanos en la pelota era como ganarles la guerra, José Antonio Huelga apeló a sus 90 millas por hora para vencerlos en el Campeonato Mundial.

Y muchos pitchers de igual velocidad optaron por lanzar a 90 millas de Cuba. Y también “triunfaron”, al menos económicamente; pero pregúntenle al “Duque” Hernández si alguna vez en Grandes Ligas le aplaudieron tanto como en el Latino, donde el público se ponía a sus pies cuando sacaba un out sublime.

Esa distancia también está rodeada de dolor. Será acaso porque las aguas que la cubren son la tumba anónima de miles de cubanos que no llegaron a la otra orilla. No dudo que como cada 28 de octubre se echan flores al mar en recuerdo al comandante Camilo Cienfuegos, todos los días alguna familia vaya a la costa con un ramo para sus seres queridos.

Las 90 millas por hora también provocan dolor en los bateadores. Lo mismo por un ponche que por un pelotazo; o si no, pregúntenle a Javier Méndez por qué dejó de jugar béisbol. Seguramente él responderá que hablen con su verdugo; pero para hacerlo, tendrán que recorrer 90 millas.

Segundo premio: “Un hombre de verdad”

 Carlos Manuel Álvarez

Cuando Vera lanzaba, yo pensaba que me iba a morir. Era, por si no le bastara el talento, pura belleza.

Salía con sus medias altas y su melancólica elegancia y casi como un ritual preparaba el box, aquel redondel de tierra donde dejaba de ser un pitcher para convertirse en un incesante despliegue de formas. En una demencial acrobacia de luz.

Con los spikes removía el suelo, lo medía. Luego se inclinaba y tomaba la pez rubia o miraba la pizarra o se ajustaba el uniforme, nada de suma importancia, hasta que se acomodaba la gorra y con su mirada imperturbable, una mirada de comerciante persa, se paraba de frente al plato e iniciaba, praxitélicamente, su endiablado windup.

Otros hablarán del Duque. Porque también subía la rodilla a la altura de la visera. Y se contorsionaba. Y a la gente le parecía que después de lanzar, no tendría forma de zafarse del enredo.

Pero el hombre que yo vi fue Norge Luis Vera. Es decir, más o menos lo mismo, aunque a mí siempre me parecerá mejor. Un bailarín del pitcheo. Que es en el beisbol la mayor de las artes. Si uno mira cualquiera de sus fotos, puede que lo confunda con Fred Astaire.

Cuando Vera lanzaba, yo me ponía duro frente al televisor. Su slider congelaba el ambiente. Era como un cuchillo de circo, siempre a la altura de las rodillas. No malgastaba lanzamientos. No intimidaba con su presencia. No gesticulaba más de lo normal. Era un estoico, un tímido, un romántico.

Dos héroes tuve de muchacho. Alexei Maresiev y Vera contra los Orioles. Dos cosas me deslumbraron. La belleza de Milady de Winter y, como ya dije, aquel windup. Dos cosas me sedujeron. La vida de Huck Finn y la mirada dura de comerciante persa.

Llegué a pensar, inocentemente, que Vera me decía algo a través de la pantalla. Pero después supe que no. Que no miraba hacia ningún lugar. Y que sus ojos tristes y su quijotesca ingravidez eran extrañas expresiones de su virtuosismo.

Cómo Vera, a pesar de ser un pitcher ganado por lo reflexivo, un pitcher que llevaba en el rostro la huella indeleble de la sabiduría, lograba ser implacable, es algo que no logro entender. Un pitcher inteligente, muy inteligente, y no por eso menos impetuoso.

Todavía lo veo, así, con el 20 en la espalda, con toda la carga a cuestas, alzando la rodilla, ladeando el rostro, soltando el brazo a tres cuartos, girando las muñecas a favor del tiempo, uno, dos, varios segundos… y la slider cayendo largamente, en un sitio impreciso que no es, pero que bien pudiera ser la eternidad.

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