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A mi Entender

Habanastation: una película de culto

Habanastation: Ian Padrón y los dos niños protagonistas de la película.

Habanastation: Ian Padrón y los dos niños protagonistas de la película.

Hay películas que te tiran por el suelo y hay películas que te hacen levitar. Es así. Otras, maravillosamente, logran las dos cosas. Dicho de otra manera, algunos filmes te hacen reír y luego, sin demasiado esfuerzo, te hacen llorar.

Por supuesto, en distintos momentos, porque el único que provoca esa sensación de hilarante melancolía con una sola escena, con un inofensivo primer plano, es Charles Chaplin. El cine, pues, tuvo la suerte o la desgracia de que su máximo genio apareciese demasiado temprano.

He visto Habanastation, la película de moda por estos días en las salas cubanas. La trama: clásica. La Habana: como es. Una ciudad inconfundible. Ciudad con un marcado sentido lúdico, pero no por eso menos nostálgica; también, y sobre todo, una ciudad desenfadadamente nostálgica. Que bien valdría un pasaje de Charlot. De ahí el exquisito neologismo, el título del filme. Formamos parte de un juego. ¿Pero de cuál?, diría yo. ¿Qué juego jugamos a diario los cubanos? ¿El juego de la Historia? ¿El juego del azar? ¿El juego de la supervivencia? Quizás los tres.

Es probable, digo, que juguemos los tres, y que a toda hora nos veamos así, perplejos, a distancia, maniobrando trabajosamente nuestros destinos, sorteando niveles, sumidos en el bullicio, o en la más absoluta soledad.

Esa es la película. Dos niños. Uno de Miramar, de excelente posición económica. El otro bien humilde, de un barrio saturadamente folclórico, repleto de sarcasmos y bembés y guaperías y apagones. Un barrio perfecto para el arte, pero no para la vida.

Entonces el muchacho de Miramar, extraviado, con un PlayStation 3 en la mochila (recién comprado por su padre, un reconocido jazzista), viene a dar con sus huesos en el barrio marginal, y se encuentra al muchacho humilde. Son, hasta ese momento, compañeros de aula, nada más.

Pero a partir de ahí los niños forjan, en las pocas horas de un día, una entrañable amistad, una amistad que en principio tiene asperezas, es decir, tiene límites. Asperezas y límites que subrepticiamente se van diluyendo. Ora porque los niños son capaces de tales sutilezas. Ora porque en La Habana -en Cuba- las cosas suceden de ese modo tan, digamos, anticartesiano, tan inexplicable.

Ambos muchachos trabajan a conciencia. Barren patios, recogen y limpian botellas, venden una paloma. Todo para arreglar el PlayStation, que se ha roto, y que nunca, a lo largo de la película, logra encender. Nunca logramos, entonces, ver a los muchachos en plena disputa. Nunca logramos ver lo que se trae un equipo tan moderno. Apenas un vislumbre, la efímera presentación de un juego de pelota. Suficiente. No hace falta -me parece- saber más. Porque se sospecha. Y porque no se trata de un duelo. Se trata, a todas luces, de una conciliación. Una película que interpreta, expone, sugiere, no juzga, no impone, no opina.

Una película imperfecta -como Cuba-, para nada una obra maestra (bien lejos de serlo), pero que es capaz, en distintos momentos -y también como Cuba-, de tirarte por el suelo o hacerte levitar. Lo cual me lleva a suponer que dentro del juego -el juego que nunca se ve- bien pudiéramos estar nosotros. Los cubanos, quiero decir. A la expectativa.

Y nuestro destino, o, si se prefiere, nuestro porvenir, son esos dos muchachos, su hermosa aniquilación de extremos -la supresión de circunstancias-, para quedar perpetuados bajo la lluvia, hundidos, paradójicamente, en el vórtice, en la más implacable inocencia.

Habanastation es, de más está aclararlo, una metáfora, una apuesta mesurada, con memorables actuaciones (Blanca Rosa Blanco: portento de mujer y de actriz). Una película que no procura demasiado (”la trascendencia no es importante -parece susurrarnos-, solo importa el aquí y el ahora”. Justo la filosofía que necesitamos), y sin embargo incide, con decencia, con una rara, inhabitual pureza.

Por eso -dicho de otra manera, o dicho como es- he tenido ganas, pero no he reído, porque cuando uno escribe de su país no debe reír. Y también he tenido ganas, pero tampoco he llorado, porque tales excesos son vanos, no sugieren nada, fuera de la penumbra acogedora del cine carecen de validez, y porque como diría Benedetti, es de pésimo gusto, y no está bien visto que la tinta se corra sobre el papel.

1 comentario

Xiomara lvarez -

Vi la película y como muy acertadamente se dice aquí "te tira por el suelo y te hace levitar". El final nos hace llegar con profunda emotividad el mensaje de amistad y desinterés que los niños protagonizan, tanto en la historia como en la vida real.